El delincuente honrado - Gaspar Melchor de Jovellanos
El delincuente honrado
Gaspar Melchor d Jovellanos
PERSONAJES
DON JUSTO DE LARA, alcalde de casa y
corte.
DON SIMÓN DE ESCOBEDO, Corregidor
de Segovia y padre de
DOÑA LAURA, viuda del marqués de
Montilla y esposa actual de
DON TORCUATO RAMÍREZ, hijo natural,
desconocido, de Don Justo.
DON ANSELMO, amigo de don Torcuato.
DON CLAUDIO, escribano, oficial de la sala.
DON JUAN, mayordomo de don Simón.
FELIPE, criado de don Torcuato.
EUGENIA, criada de doña Laura.
Un Alcalde, dos centinelas, tropa y Ministros
de Justicia.
La escena se supone en el Alcázar de Segovia.
Acto I
El teatro representa el estudio del Corregidor,
adornado sin ostentación. A un lado se
verán dos estantes con algunos librotes viejos,
todos en gran folio y encuadernados en pergamino.
Al otro habrá un gran bufete, y sobre él
varios libros, procesos y papeles. TORCUATO,
sentado, acaba de cerrar un pliego, le guarda, y
se levanta con semblante inquieto.
Escena I
TORCUATO.- No hay remedio; ya es preciso
tomar algún partido. Las diligencias que se
practican son muy vivas, y mi delito se va a
descubrir. ¡Ay, Laura! ¿Qué dirás cuando sepas
que he sido el matador de tu primer esposo?
¿Podrás tú perdonarme...? Pero mi amigo tarda,
y yo no puedo sosegar un momento. (Vuelve a
sentarse, toma un libro, empieza a leer, y le deja
al punto.). Este ministro que ha venido al seguimiento
de la causa es tan activo... ¡Ah!,
¿dónde hallaré un asilo contra el rigor de las
leyes...? Mi amor y mi delito me seguirán a todas
partes... Pero Felipe viene.
Escena II
TORCUATO, FELIPE.
FELIPE.- Señor...
TORCUATO.- Pues ¿y don Anselmo?
FELIPE.- Viene al instante. ¡Oh, qué trabajo
me costó despertarle! Cuando entré en su
cuarto estaba dormido como un tronco; pero le
hablé tan recio, metí tanta bulla y di tales tirones
de la ropa de su cama, que hubo de volver
de su profundo letargo, y me dijo que venía
corriendo. Ya yo me volvía muy satisfecho de
su respuesta, cuando veo que, dando una vuelta
al otro lado, se echó a roncar como un prior;
con que me quité de ruidos, y con grandísimo
tiento le fui poco a poco incorporando; le arrimé
las calcetas, ayudele a vestirse, y gracias a
Dios, le dejo ya con los huesos en punta.
TORCUATO.- Muy bien. ¿Y has sabido si
tendremos carruaje?
F E LIPE.- ¿Carruaje? Cuantos pidáis.
Mientras la corte está en San Ildefonso, no hay
cosa más de sobra en Segovia; pero, como yo no
sabía dónde era nuestro viaje, no me atreví a
ajustar alguno. Si vamos a Madrid, tendremos
retornos a docenas. El coche que trajo el alcalde
de corte aún no se ha ido y se podrá ajustar
barato. ¡Ah, señor! (me acuerdo ahora por el
alcalde de corte), ¿no sabéis lo que hay de nuevo...?
(TORCUATO nada le responde.) Acaban
de traer a la cárcel a Juanillo, el criado del Marqués.
(TORCUATO se inmuta.) ¡Pobrete! Ahora
tendrá que confesar de plano, si no quiere cantar
en el ansia. Dicen que sabe cuanto pasó en el
desafío de su amo. Pardiez, él será muy tonto
en no desembuchar cuanto ha visto.
T ORCUATO.- (Aparte.) Ya el riesgo es
más urgente... Felipe.
FELIPE.- Señor...
T ORCUATO.- Haz que mis vestidos se
pongan en los baúles; a Eugenia que te entregue
toda mi ropa blanca; y date prisa, porque
nuestro viaje es pronto, y durará algunos días.
FELIPE.- Aquí hay algún misterio. (Anda
por el cuarto, poniendo en orden los muebles, y
recogiendo alguna ropa de su amo que habrá
sobre ellos.)
TORCUATO.- Aún no parece Anselmo...
(Sacando el reloj.) Las siete y cuarto. ¡Qué tardo
pasa el tiempo sobre la vida de un desdichado!
F ELIPE.- (Sin dejar su ocupación.) ¡Tan
recién casado hacer un viaje...! ¡Él está tan triste...!
¿Qué diablos tendrá?
TORCUATO.- Acaso juzgará intempestiva
mi resolución. ¡Ah!, no sabe toda la aflicción
de mi alma.
F ELIPE.- (Mirando a su amo.) ¡Tiene un
genio tan reservado...!
TORCUATO.- Ya parece que viene.
FELIPE.- No quiero interrumpirlos.
TORCUATO.- Cuidado con lo que te tengo
prevenido. Si alguien me buscare, que no
estoy en casa, y si don Simón preguntase por
mí, que estoy escribiendo.
Escena III
ANSELMO, TORCUATO.
ANSELMO.- A fe, amigo mío, que me has
hecho bien mala obra. ¡Dejar la cama a las siete
de la mañana...! Hombre, no lo haría ni por una
duquesa; mas tu recado fue tan ejecutivo...
(Después de alguna pausa.) Pero, Torcuato, tú
estás triste... Tus ojos... Vaya, ¿apostemos a que
has llorado?
TORCUATO.- En mi dolor apenas he tenido
ese pequeño desahogo.
A N SELMO.- ¿Desahogo? ¿Las lágrimas...?
No lo entiendo. Pues qué, ¿un hombre
como tú no se correría...?
T ORCUATO.- Si las lágrimas son efecto
de la sensibilidad del corazón, ¡desdichado de
aquel que no es capaz de derramarlas!
ANSELMO.- Como quiera que sea, yo no
te comprendo, Torcuato. Tus ojos están hinchados,
tu semblante triste, y de algunos días a
esta parte noto que has perdido tu natural alegría.
¿Qué es esto? Cuando debieras... Hombre,
vamos claros; ¿quieres que te diga lo que he
pensado? Tú acabas de casarte con Laura, y por
más que la quieras, tener una mujer para toda
la vida, sufrir a un suegro viejo e impertinente,
empezar a sentir la falta de la dulce libertad y el
peso de las obligaciones del matrimonio, son
sin duda para un joven graves motivos de tristeza;
y ve aquí a lo que atribuyo la tuya. Pero, si
esta es la causa, tú no tienes disculpa, amigo
mío, porque te la has buscado por tu mano. Por
otra parte, Laura es virtuosa, es linda, tiene un
genio dócil y amable, te quiere mucho; y tú,
que has sido siempre derretido, creo que no le
vas en zaga. (Viendo que no le responde.) Sobre
todo, Torcuato, tú no debes afligirte por frioleras;
goza con sosiego de las dulzuras del matrimonio;
que ya llegará el día en que cada cual
tome su partido.
TORCUATO.- ¡Ay, Anselmo! Esas dulzuras,
que pudieran hacerme tan dichoso, se van a
cambiar en pena y desconsuelo; yo las voy a
perder para siempre.
ANSELMO.- ¿A perderlas? Pues ¿qué...?
¡Ah! (Dándose una palmada en la frente.) Ahora
me acuerdo que tu criado me dijo no sé qué
de un viaje... Pero yo estaba tan dormido...
T ORCUATO.- Tú eres mi amigo, Anselmo,
y voy a darte ahora la última prueba de mi
confianza.
A NSELMO.- Pues sea sin preámbulos,
porque los aborrezco. ¿Puedo servirte en algo?
Mi caudal, mis fuerzas, mi vida, todo es tuyo;
di lo que quieres, y si es preciso...
TORCUATO.- Ya sabes que fui autor de
la muerte del marqués de Montilla, y que este
funesto secreto, que hoy llena mi vida de amargura,
se conserva entre los dos.
ANSELMO.- Es verdad; pero en cuanto al
secreto no hay que recelar. Tú sabes también
cuánto hice con Juanillo, el criado del Marqués,
para alejar toda sospecha; pues aunque sólo
tenía algunos antecedentes del desafío, yo le
gratifiqué, le traspuse a Madrid, donde nadie le
conoce, y mi amigo el marqués de la Fuente
está encargado de observar sus pasos. No; lejos
de pensar en ti ese bribón, tal vez creerá... Pero
no hablemos de eso, porque no es posible...
T ORCUATO.- ¡Ay, Anselmo, cuánto te
engañas! Ese criado está ya en las cárceles de
Segovia.
ANSELMO.- ¿Cómo? ¿Juanillo...? Pero ¿el
marqués no me avisaría...?
TORCUATO.- Tal vez no lo sabe, porque
todo se ha hecho con el mayor secreto. Desde
que de orden del Rey vino a continuar la causa
el alcalde don Justo de Lara, es infinito lo que
se ha adelantado. Aún no ha seis días que está
en Segovia, y quizá sabe ya todos los lances que
precedieron al desafío. Él tomó por sí mismo
informes y noticias, examinó testigos, practicó
diligencias, y procediendo siempre con actividad
y sin estrépito, logró descubrir el paradero
de Juanillo, despachó posta a Madrid, y le hizo
conducir arrestado. Antes de su arribo vivíamos
sin susto. El Alcalde mayor, que previno
esta causa, se afanó mucho al principio por
descubrir el agresor; pero sólo pudo tomar algunas
señas por aquellos soldados que nos vieron
reñir; y contentándose con despachar las
requisitorias de estilo, cesó en la continuación
del sumario y le dejó dormir. Pero la corte, que
cuando el desafío estaba, como ahora, en San
Ildefonso, esperaba con ansia las resultas de
este negocio. Las recientes pragmáticas de duelos,
las instancias de los parientes del muerto, y
la cercanía de esta ciudad al Sitio, interesaron al
Gobierno en él, y de aquí resultó la comisión de
este ministro, cuya actividad... ¿Quién sabe si a
la hora de ésta mi nombre...? Ya ves, Anselmo,
que en tal conflicto no me queda otro recurso
que la fuga. Estoy determinado a emprenderla;
pero no he querido hacerlo sin avisarte.
A NSELMO.- Cuanto me dices me deja
sorprendido. Estaba yo tan descuidado en este
punto... Pero Juanillo ignora absolutamente que
tú fueses el matador de su amo... ¿Y quién sabe
si esta ausencia precipitada hará sospechar...?
Por otra parte, la fuga es un recurso tan arriesgado...,
tan poco honroso...
TORCUATO.- ¿Y piensas tú que cuando
recurro a ella lo hago por evitar el castigo? ¡Ah!,
en el conflicto en que me hallo, la muerte fuera
dulce a mis ojos. Pero si se descubre mi delito,
¿cómo sufriré la presencia de don Simón, mi
bienhechor, a quien ofendí tanto; la de Laura, a
quien hice verter tan tiernas lágrimas sobre el
sepulcro de su esposo, y a quien después hice el
atroz agravio de ocultarle mi delito? ¡Ah!, yo
llené sus corazones de luto y desconsuelo, yo
desterré de esta casa el gusto y la alegría, y yo,
en fin, turbé la paz de una familia virtuosa, que
sin mi delito, gozaría aún del sosiego más puro.
Este remordimiento llenará mi alma de eterna
amargura. Sí, amigo mío, lejos de Laura y de su
padre, buscaré en mi destierro el castigo de que
soy digno, y al fin me hallará la muerte donde
nadie sea testigo de mi perfidia y mis engaños.
A NSELMO.- ¡Ay, Torcuato!, el dolor te
enajena y te hace delirar. ¿Qué quiere decir «mi
delito, mi perfidia, mis engaños»? ¿Acaso lo
que has hecho merece esos nombres? Es verdad
que has muerto al marqués de Montilla; pero lo
hiciste insultado, provocado y precisado a defender
tu honor. Él era un temerario, un hombre
sin seso. Entregado a todos los vicios, y
siempre enredado con tahúres y mujercillas,
después de haber disipado el caudal de su esposa,
pretendió asaltar el de su suegro y hacerte
cómplice en este delito. Tú resististe sus propuestas,
procuraste apartarle de tan viles intentos,
y no pudiendo conseguirlo, avisaste a su
suegro para que viviese con precaución; pero
sin descubrirle a él. Esta fue la única causa de
su enojo. No contento con haberte insultado y
ultrajado atrozmente, te desafió varias veces.
En vano quisiste satisfacerle y templarle; su
temeraria importunidad te obligó a contestar.
No, Torcuato, tú no eres reo de su muerte; su
genio violento le condujo a ella. Yo mismo vi
que mientras el marqués, como un león furioso,
buscaba tu corazón con la punta de su espada,
tú, reportado y sereno, pensabas sólo en defenderte;
y sin duda no hubiera perecido, si su
ciego furor no le hubiese precipitado sobre la
tuya. En cuanto a tu silencio, ¿no me has dicho
que don Simón, prendado de tu juiciosa conducta,
movido de su antigua amistad con tu tía,
doña Flora Ramírez, y cierto de tu inclinación a
Laura, te la ofreció en matrimonio? ¿Hiciste
otra cosa que aceptar esta oferta? Y qué, después
de lo que debes a esta familia, ¿pudieras
despreciarla sin agraviar al amor, al reconocimiento
y a la hospitalidad? No, amigo mío, no;
tú tomarás el partido que te acomode, pero tu
interior debe estar tranquilo.
T ORCUATO.- (Con viveza.) ¿Tranquilo
después de haber engañado a Laura? ¡Ah!, su
corazón no merecía tal perfidia. Yo le entregué
una mano manchada en la sangre de su primer
esposo, le ofrecí una alma sellada con el sello
de la iniquidad y le consagré una vida envilecida
con el reato de este crimen, que me hace
deudor de un escarmiento a la sociedad y siervo
de la ley. ¡Qué de agravios contra el amor y
la virtud de una desdichada! No, Anselmo, yo
no podré sufrir su vista; no hay remedio, voy a
ausentarme de ella para siempre.
A NSELMO.- Amigo mío, yo no puedo
aprobar un partido tan peligroso; pero si tú
estás resuelto a marchar, yo debo estarlo a servirte.
¿Quieres que te siga? ¿Que vayamos juntos
hasta los desiertos de Siberia? ¿Quieres...?
T O RCUATO.- No, Anselmo; conviene
que te quedes. Yo necesito aquí de un fiel amigo,
que me envíe noticias de mi esposa, y se las
dé de mi destino. No porque piense en ocultar
a Laura mi resolución, no; este nuevo engaño
me haría indigno de su memoria y de la luz del
día. Aunque haya de serle amarga la noticia de
mi separación, quiero que la deba a mi franqueza
y fidelidad, y remediar de algún modo
mis antiguas reservas.
ANSELMO.- Pues bien, ¿y cuándo piensas...?
TORCUATO.- Después de comer. He pretextado
un viaje de pocos días a Madrid para
deslumbrar a mi suegro, y aún no le dije cosa
alguna. En cuanto a mis intereses y negocios,
este pliego te dirá lo que debes hacer. Contiene
una instrucción puntual conforme a mis intenciones,
y un poder general de que podrás valerte
cuando llegare el caso. Sobre todo, querido
amigo, te recomiendo a Laura. En ella te dejo
mi corazón; procura consolarla... ¡Ah! ¿cómo
podrá consolarse su alma desdichada?
ANSELMO.- (Enternecido.) Mi buen amigo,
lejos de ti, también yo habré menester de
consuelo, y no le hallaré en parte alguna.
¡Cuánto me duele tu amarga situación! ¡Qué
amigo, qué consolador, qué compañero voy a
perder con tu ausencia! Pero te has empeñado
en afligirnos... En fin, cuenta con mi amistad y
con el puntual desempeño de tus encargos.
¡Ah, si fuese capaz de mejorar tu suerte!
T ORCUATO.- (Abatido.) El cielo me ha
condenado a vivir en la adversidad. ¡Qué desdichado
nací! Incierto de los autores de mi vida,
he andado siempre sin patria ni hogar propio, y
cuando acababa de labrarme una fortuna, que
me hacía cumplidamente dichoso, quiere mi
mala estrella... Pero, Anselmo, no demos ocasión
en la familia... Felipe vuelve... Aún nos
veremos antes de mi partida.
ANSELMO.- Sí, tengo que volver a cumplimentar
a ese ministro; entonces hablaremos.
Adiós.
Escena IV
TORCUATO, FELIPE.
T O RCUATO.- (Con serenidad.) ¿Han
preguntado por mí?
FELIPE.- El señor don Simón, y con algún
cuidado. Dijo que iba a misa, y que volvía al
instante. También preguntó mi ama; díjela que
estabais con vuestro amigo.
T ORCUATO.- (Inquieto.) ¿Cómo? Pues
¿no te previne...?
FELIPE.- Vos no me prevenisteis que callase.
T ORCUATO.- (Con serenidad.) Anda a
ver si hay algún retorno de Madrid, y ajústale
para después de mediodía. ¿Entiendes?
F E LIPE.- Muy bien, señor. ¡Qué mal
humor tiene!
Escena V
SIMÓN, TORCUATO.
S IMÓN.- ¿Qué es eso de retorno? ¿Qué
viaje es ése, Torcuato? Tú traes a Felipe alborotado
con tu viaje, y no me has dicho cosa alguna.
Tampoco Laura...
TORCUATO.- Perdonad si no he solicitado
antes vuestro permiso. ¡Andáis tan ocupado
con el huésped! Cuando me vestí aún dormía
Laura, y por no incomodarla... Ya sabéis que
por muerte de mi tía quedaron en Madrid
aquellos veinte mil pesos... Yo quisiera pasar a
recogerlos.
SIMÓN.- Me parece muy bien. ¡Pero me
haces tanta falta para acompañar a este ministro...!
Él gusta tanto de tu conversación...
TORCUATO.- En todo caso estoy pronto
a complaceros; si os parece...
SIMÓN.- No, hijo mío; haz tu viaje y procura
volver cuanto antes. Laura sin ti no vivirá
contenta, ni yo puedo pasar sin tu ayuda, porque
las ocupaciones son muchas, y el trabajo
excesivo me aflige demasiado. ¡Ah!, en otro
tiempo... Pero ya soy muy viejo... A propósito,
¿qué te parece de este don Justo?
TORCUATO.- Jamás traté ministro alguno
que reúna en sí las cualidades de buen juez
en tan alto grado. ¡Qué rectitud! ¡Qué talento!
¡Qué humanidad!
SIMÓN.- Pero, hombre, es tan blando, tan
filósofo... Yo quisiera a los ministros más duros,
más enteros. Me acuerdo que le conocí en Salamanca
de colegial, y a fe que entonces era
bien enamorado. Pero, hijo mío, ¡si tú hubieras
alcanzado a los ministros de mi tiempo...! ¡Oh,
aquéllos sí que eran hombres en forma! ¡Qué
teoricones! Cada uno era un Digesto vivo. ¿Y su
entereza? Vaya, no se puede ponderar. Entonces
se ahorcaban hombres a docenas.
TORCUATO.- Habría más delitos.
S IMÓN.- ¿Más delitos que ahora? Pues,
¿no ves que estamos rodeados de ladrones y
asesinos?
T ORCUATO.- Según eso, habría menos
conocimiento de las leyes.
SIMÓN.- ¿De las leyes? ¡Bueno! Ahí están
los comentarios que escribieron sobre ellas;
míralos, y verás si las conocieron. Hombre
hubo que sobre una ley de dos renglones escribió
un tomo en folio. Pero hoy se piensa de otro
modo. Todo se reduce a libritos en octavo, y no
contentos con hacernos comer y vestir como la
gente de extranjía, quieren también que estudiemos
y sepamos a la francesa. ¿No ves que
sólo se trata de planes, métodos, ideas nuevas...?
¡Así anda ello! ¿Querrás creerme que
hablando la otra noche don Justo de la muerte
de mi yerno, se dejó decir que nuestra legislación
sobre los duelos necesitaba de reforma, y
que era una cosa muy cruel castigar con la
misma pena al que admite un desafío que al
que le provoca? ¡Mira tú que disparate tan garrafal!
¡Como si no fuese igual la culpa de ambos!
Que lea, que lea los autores, y verá si encuentra
en alguno tal opinión.
T ORCUATO.- No por eso dejará de ser
acertada. Los más de nuestros autores se han
copiado unos a otros, y apenas hay dos que
hayan trabajado seriamente en descubrir el espíritu
de nuestras leyes. ¡Oh!, en esa parte lo
mismo pienso yo que el señor don Justo.
SIMÓN.- Pero, hombre...
T ORCUATO.- En los desafíos, señor, el
que provoca es, por lo común, el más temerario
y el que tiene menos disculpa. Si está injuriado,
¿por qué no se queja a la justicia? Los tribunales
le oirán, y satisfarán su agravio, según las leyes.
Si no lo está, su provocación es un insulto insufrible;
pero el desafiado...
SIMÓN.- Que se queje también a la justicia.
TORCUATO.- ¿Y quedará su honor bien
puesto? El honor, señor, es un bien que todos
debemos conservar; pero es un bien que no está
en nuestra mano, sino en la estimación de los
demás. La opinión pública le da y le quita. ¿Sabéis
que quien no admite un desafío es al instante
tenido por cobarde? Si es un hombre ilustre,
un caballero, un militar, ¿de qué le servirá
acudir a la justicia? La nota que le impuso la
opinión pública, ¿podrá borrarla una sentencia?
Yo bien sé que el honor es una quimera, pero sé
también que sin él no puede subsistir una monarquía;
que es alma de la sociedad; que distingue
las condiciones y las clases; que es principio
de mil virtudes políticas, y, en fin, que la
legislación, lejos de combatirle, debe fomentarle
y protegerle.
SIMÓN.- ¡Bueno, muy bueno! Discursos a
la moda y opinioncitas de ayer acá; déjalos correr,
y que se maten los hombres como pulgas.
TORCUATO.- La buena legislación debe
atender a todo, sin perder de vista el bien universal.
Si la idea que se tiene del honor no parece
justa, al legislador toca rectificarla. Después
de conseguido se podrá castigar al temerario
que confunda el honor con la bravura. Pero
mientras duren las falsas ideas, es cosa muy
terrible castigar con la muerte una acción que
se tiene por honrada.
SIMÓN.- Según eso, al reptado que mata
a su enemigo se le darán las gracias, ¿no es
verdad?
TORCUATO.- Si fue injustamente provocado;
si procuró evitar el desafío por medios
honrados y prudentes; si sólo cedió a los ímpetus
de un agresor temerario y a la necesidad de
conservar su reputación, que se le absuelva.
Con eso, nadie buscará la satisfacción de sus
injurias en el campo, sino en los tribunales;
habrá menos desafíos o ninguno; y cuando los
haya, no reñirán entre sí la razón y la ley, ni
vacilará el ánimo del juez sobre la suerte de un
desdichado... Pero, señor, Laura estará impaciente...
Si os pareces...
SIMÓN.- Sí, sí, vamos allá. (Se va y vuelve.)
¡Ah!, ¿sabes que han preso a Juanillo? No,
¡don Justo adelanta terriblemente en la causa!
Tanto como eso, es menester confesarlo: él es
activo como un diablo. (Yéndose.) Sí, como un
diablo... ¡Fuego!
Escena VI
TORCUATO.- (Paseándose.) En fin, voy a
alejarme para siempre de esta mansión, que ha
sido en algún tiempo teatro de mis dichas y fiel
testigo de mis tiernos amores. ¡Con cuánto dolor
me separo de los objetos que la habitan!
Errante y fugitivo, tus lágrimas, ¡oh, Laura!,
estarán siempre presentes a mis ojos, y tus justas
querellas resonarán en mis oídos. ¡Alma
inocente y celestial! ¡Cuánta amargura te va a
costar la noticia de mi ausencia! Tú has perdido
un esposo, que ni te amaba ni te merecía, y ahora
vas a perder otro, que te idolatra, pero que te
merece menos, pues te ha conseguido por medio
de un engaño. (Después de alguna pausa.)
¿Y adónde iré a esconder mi vida desdichada...?
Sin patria, sin familia, prófugo y desconocido
sobre la tierra, ¿dónde hallaré refugio contra
la adversidad? ¡Ah!, la imagen de mi esposa
ofendida y los remordimientos de mi conciencia
me afligirán en todas partes.
Acto II
El teatro representa una sala decentemente
adornada. A un lado estará Laura, haciendo
labor; a alguna distancia Torcuato, con aire triste
y extremamente inquieto; Eugenia en pie
detrás de la silla de su ama, y Simón se pasea
por el frente de la escena.
Escena I
SIMÓN, TORCUATO, LAURA, EUGENIA.
SIMÓN.- Y bien, Torcuato, ¿piensas estar
en Madrid muchos días?
TORCUATO.- El asunto de que os hablé
pudiera despacharse en pocas horas; pero las
gentes de comercio son tan prolijas y gastan
tantas formalidades...
SIMÓN.- ¡Oh!, eso de soltar dinero a nadie
le gusta.
LAURA.- (A EUGENIA.) ¿Están ya compuestos
los baúles?
EUGENIA.- Sí, señora; ya están cerrados,
y Felipe ha recogido las llaves.
LAURA.- ¿Qué ropa blanca has puesto en
ellos?
EUGENIA.- Toda la de mi señor.
LAURA.- (Con alguna admiración.) ¿Toda?
EUGENIA.- Felipe me lo dijo.
TORCUATO.- Sí, yo se lo previne. Aunque
deseo que mi vuelta sea breve, ¿qué sabemos
lo que podrá suceder?
LAURA.- ¡Yo estoy sin sosiego! Este viaje
tan repentino... Su tristeza... Las expresiones
que me dijo anoche... ¡Todo me inquieta!
TORCUATO.- (Mirándola.) ¡Qué afligida
está Laura! ¡Ah, si supiera la noticia que le preparo!
SIMÓN.- (Siempre paseándose.) Este don
Justo toma las cosas con un calor... Desde las
siete de la mañana está zampado en la cárcel.
Quizá tendrá órdenes tan estrechas... ¡Oh!, la
corte quiere que se hagan las cosas a galope
tendido. (Mirando a LAURA y TORCUATO.)
Pero mis hijos están tristes... ¿Si será por el viaje?
¡Eh!, mimos de recién casados.
T ORCUATO.- (Con inquietud.) Si este
hombre no se va, yo no podré decírselo.
SIMÓN.- Laura, ¿qué es eso? Tú estás triste.
También lo está Torcuato. ¡Qué!, ¿un viajecillo
de pocos días puede turbar vuestro buen
humor?
TORCUATO.- Para dos corazones que se
aman, la menor ausencia, señor, es un mal grave.
Como cuentan sus gustos por momentos,
cualquiera tiempo, cualquiera distancia que los
separe, los aflige.
LAURA.- (Con énfasis.) Añadid al que se
queda la incertidumbre, y veréis cuánto es más
justo su dolor.
S IMÓN.- ¡Bueno! ¡Lindo! No lo dijeran
mejor dos amantes de Calderón. Ea, niña, no te
vayas haciendo melindrosa. Que tu marido
vaya y venga a sus negocios cuando le acomode,
que harto tiempo os queda para vivir juntos.
TORCUATO.- (Aparte.) ¡Pluguiera al cielo!
SIMÓN.- (A LAURA.) Mira si quieres que
te traiga algo de Madrid, y díselo.
L AURA.- (Mirando a TORCUATO con
ternura.) Sólo quiero que vuelva pronto.
TORCUATO.- ¡Ah, cómo podré dejarla!
Escena II
JUAN, los dichos.
J U AN.- (A SIMÓN.) Señor, el ministro
Garroso dice que os quiere hablar; ha hecho no
sé qué prisiones...
SIMÓN.- (Siempre paseándose.) Algunos
raterillos, ¿eh?
JUAN.- Dice que son gitanos.
SIMÓN.- Eso es peor. Dile que voy allá...
Pero mira, que antes avise a mi alcalde mayor,
y que luego vuelva. ¡Gitanos...!¡Fuego!
J U AN.- (Se va y vuelve.) ¡Ah, señor...!
También ha estado ahí aquel don Vicente...
SIMÓN.- ¡Litigante eterno! ¿Y qué le has
dicho?
JUAN.- Que estabais ocupado.
SIMÓN.- Lindamente. Él sólo viene a quitarme
el tiempo, como si yo no tuviese que
hacer más que atender a su pleito. (JUAN se
va.)
T ORCUATO.- (Aparte.) ¡Infeliz! Acaso
penderá de ese pleito la subsistencia de su familia.
Escena III
FELIPE, los dichos.
FELIPE.- (A TORCUATO.) Ya está ahí el
carruaje, señor.
LAURA.- ¡Tan temprano! Aún no hemos
comido.
S IMÓN.- Tanto peor para ellos. Que se
aguarden.
T ORCUATO.- (A FELIPE.) Haz que entretanto
se vayan poniendo los cofres en la zaga.
(Se va FELIPE.)
Escena IV
JUAN, los dichos.
JUAN.- El señor don Justo envía a decir
que, si acaso no está aquí al mediodía, no se le
aguarde a comer.
SIMÓN.- Pardiez, que lo ha tomado bien
de asiento. Voyme a trabajar a mi despacho; si
acaso viniere, que me avisen, y si tardare demasiado,
que nos den de comer.
LAURA.- (A EUGENIA.) Ve, tú, Eugenia,
a disponer lo que te tengo prevenido, y haz que
den de comer a Felipe, para que no haga falta a
su amo.
Escena V
TORCUATO, LAURA.
L AURA.- (Mirando a TORCUATO.) Al
fin nos han dejado solos; veamos lo que dice.
(TORCUATO la mira, levanta los ojos al cielo y
suspira.) ¡Qué afligido está! No me atrevo a
preguntarle... Pero es preciso salir de tantas
dudas. (Con serenidad.) Torcuato, este viaje
que vas a hacer te tiene muy inquieto: yo lo
conozco en tu semblante, y no sé cómo una
ausencia de tan pocos días, y que, por otra parte,
es voluntaria, te pueda costar tanto desasosiego.
TORCUATO.- (Se levanta, mirando a todas
partes.) ¡Ah! ¿cómo se lo diré?
LAURA.- (Asustada.) Pero, ¿qué es esto,
Torcuato? ¿Tú suspiras? ¿Nada me respondes?
(Levantándose.) Querido esposo...
TORCUATO.- (Con pasión.) ¡Ay, Laura!
L AURA.- (Con blandura.) Querido amigo,
¿qué es esto? ¿Tú desconfías de tu esposa?
¿Puede haber en tu pecho alguna pena de que
Laura no participe? ¡Ah!, yo he perdido tu confianza...
Sí, tú me aborreces.
TORCUATO.- ¿Yo aborrecerte? ¡Oh, Dios!
No, tierna esposa, no; jamás mi corazón te ha
querido con más ardor ni con mayor ternura.
L A URA.- (Con inquietud.) Pues bien,
¿qué es lo que te aflige?
T ORCUATO.- (Con extremo dolor.) El
temor de perderte.
L AURA.- (Con sobresalto.) ¿De perderme?
T ORCUATO.- (Como arriba.) Sí, Laura
mía, y de perderte para siempre.
LAURA.- (Asustada.) ¡Oh, Dios! ¿Qué oigo?
TORCUATO.- Mi corazón, querida esposa,
no siente sus tormentos. Es muy digno de
los que sufre y de los que le aguardan. Pero la
aflicción que te preparo... ¡Ah esto, esto es lo
que me tiene sin sentido!
L AURA.- (Con resolución.) Ahora bien,
Torcuato; el cielo por rumbos muy extraños me
ha conducido hasta tu lecho. Mil veces me has
oído que vivo contenta en este destino, y que en
él he encontrado mi felicidad. Desde que un
santo ñudo unió nuestros corazones, nuestros
gustos y nuestras penas deben ser comunes, y
si yo fuese capaz de ocultarte alguno de mis
cuidados, creería faltar a la fidelidad que te
debo. Háblame claro, descúbreme tu alma, y
líbrame de las angustias en que me tiene tu
silencio.
TORCUATO.- Sí, Laura mía; voy a satisfacer
ese justo deseo. Tu virtud y tu candor lo
merecen, y ¡ojalá mi corazón les hubiese hecho
en otro tiempo tanta justicia como ahora! Pero
ya no hay remedio... Prevén el tuyo para el terrible
golpe que va a descargar en él este bárbaro
esposo... ¡Ah, cuánto dolor me cuesta el afligirte!
L AURA.- (Sobresaltada.) Mi alma se estremece
al escucharte.
TORCUATO.- Ya ves con cuánto ardor se
busca al matador de tu primer marido, y cuántas
y cuán vivas diligencias se practican por
descubrirle. El brazo de la justicia está levantado
contra su vida miserable. El Soberano ha
empeñado su augusto nombre en esta pesquisa,
tu padre y los parientes del muerto están sedientos
de su sangre, y tal vez tú misma ofreces
el deseo de su muerte a la tierna memoria de tu
primer amor. Pues este delincuente, este hombre
proscrito, desdichado, aborrecido de todos
y perseguido en todas partes... soy yo mismo.
LAURA.- (Cae sobre su silla.) ¡Oh, cielo!
TORCUATO.- Sí, adorada Laura; yo soy
ese objeto miserable de la ira del cielo y de los
hombres; y sin embargo, viviría tranquilo si no
mereciese serlo también de la tuya... Pero yo te
he ofendido, y lo conozco. Ocultándote mi situación,
hice a tu alma inocente el más atroz
agravio, y esto solo me hace digno de los mayores
suplicios. No; la muerte de tu esposo fue de
mi parte un delito involuntario. El cielo es testigo
de cuanto hice por evitarla. Pero mi silencio...
mi perfidia... haberte engañado... ¡Ah! En
vano querrá perdonarme tu alma virtuosa; yo
no puedo perdonarme a mí mismo.
LAURA.- (Con sumo abatimiento.) Mujer
desventurada, ¡qué es lo que acabas de saber!
TORCUATO.- (Con despecho.) Pero, Laura,
consuélate; yo voy a vengarte. No; mi perfidia
atroz no quedará sin castigo. Voy a huir de
ti para siempre, y a esconder mi vida detestable
en los horribles climas donde no llega la luz del
sol, y donde reinan siempre el horror y la oscuridad.
Y no creas que voy huyendo de la muerte.
¿Qué hay en ella de horrible para los desdichados?
¡Ah!, lejos de tu vista, el dolor de
haberte ofendido será para mi alma un suplicio
más duro y más terrible que la muerte misma.
LAURA.- (Como arriba.) Buen Dios, ¿por
qué delito castigas a esta desdichada?
T ORCUATO.- ¡Triste esposa! Yo soy el
único autor de tus desdichas... Soy un monstruo,
que está envenenando tu corazón y llenándole
de amargura. ¡Ah! ¡mi silencio...! A lo
menos, si después de perderla conservase su
estimación...
Escena VI
FELIPE, los dichos.
FELIPE,- (Asustado.) Señor, señor...
TORCUATO.- ¿Qué? ¿Qué quieres?
FELIPE.- Acaban de traer preso al señor
don Anselmo a una de las torres de este alcázar.
Yo estaba sobre el foso disponiendo las
zagas, y le vi entrar. También me vio su merced,
y me dijo al paso: «Corre, Felipe; corre, dile
a tu amo lo que pasa; que vaya sin cuidado; que
no se detenga, y que me escriba desde Madrid.»
TORCUATO.- (Con notable admiración y
susto.) ¡Oh, Dios, qué golpe tan terrible!
FELIPE.- Dicen los que le trajeron que es
quien mató al señor marqués, y que Juanillo lo
ha declarado.
TORCUATO.- Bien está; vete. (Se va FELIPE.)
Escena VII
TORCUATO, LAURA.
T ORCUATO.- (Resolviéndose, después
de una gran pausa.) No, yo no sufriré que padezca
un momento por mi causa. Él está inocente,
y voy a socorrerle.
L AURA.- (Deteniéndole.) ¡A socorrerle!
¿Y podrás hacerlo sin exponer tu vida?
TORCUATO.- Pero, Laura, ¿cómo he de
sufrir que padezca mi amigo por mi culpa? ¿Le
veré arrestado, deshonrado y tenido por delincuente,
sin correr a ayudarle, siendo el único
autor de su calamidad? No, no; voy a delatarme,
a librar su preciosa vida y a morir, pues
solo soy digno de este infortunio.
L AURA.- ¿Y las lágrimas de tu esposa,
hombre cruel, no podrán reprimir tus ímpetus
violentos? ¿Quieres exponer mi triste vida a
nuevos desconsuelos? Sosiégate, desdichado, y
ten compasión de esta infeliz. Don Anselmo
está inocente; el cielo velará sobre su vida, y
nos dará medios de conservársela. Salva ahora
la tuya, pues nos importa tanto. Huye, huye al
instante de este funesto clima, donde te persigue
el infortunio, y deja a nuestro cuidado la
libertad de tu amigo.
T O RCUATO.- No, querida Laura; no
puedo obedecerte. Las cosas han tomado otro
semblante, y ya no puedo separarme de aquí
sin hacer traición al más honrado y digno amigo.
Anselmo está preso por mi causa. Conozco
su corazón; es incapaz de descubrirme, y antes
correrá mil veces a la muerte, que contribuya a
la desgracia de un amigo. Yo no expondré temerariamente
mi vida, no, Laura mía; tú me la
haces amable; pero tampoco puedo abandonarle.
Voy a enterarme de todo, a poner en salvo
su vida y su reputación, y en fin, si no pudiere
conseguirlo, a tomar el partido que me dicten el
honor y la amistad.
Escena VIII
LAURA.- (Sentada y muy afligida.) Yo no
sé dónde estoy... El cielo sin duda se complace
en llenar mi corazón de susto y desconsuelo...
¡Desventurada! Aún no ha dos horas que gozaba
de la dicha más pura, y ahora, rodeada de
aflicciones, me veo expuesta a perder lo que
idolatro. ¡Cruel esposo! Tu silencio... ¿Era indigno
mi corazón de tu confianza? ¡Ah, si conocieras
la ternura con que te ama...! Pero yo soy
injusta; tú me amabas también; temías perderme
y un exceso de amor te hizo conmigo delincuente...
¿Y sufriré que tu vida en tan urgente
riesgo...? (Levantándose.) No; corro a defenderte...
(Deteniéndose.) ¿Y a quién acudiré con mis
lágrimas...? Mi padre... ¡Ah!, ¿podrá sufrir mi
padre que interceda por el matador de mi esposo?
(Con resolución.) Pero este mismo, ¿no es
mi esposo también? Sí; ya reconozco mi primera
obligación. (Viendo a su padre.) Padre...
Escena IX
SIMÓN, LAURA.
SIMÓN.- (Desde la puerta.) ¡Vaya, vaya,
que la hemos hecho buena! Laura, ¿no sabes lo
que pasa? ¡Jesús! ¡Jesús! Estoy aturdido. El
amigote de tu marido está en la torre, y dicen es
quien mató al marqués. ¿Quién lo creyera? ¡Sobre
que no se puede fiar de los hombres! Pero a
fe que no le arriendo la ganancia. Ya, ya el amigo
don Justo le dirá cuántas son cinco. Que vaya,
que vaya ahora a defenderle tu marido con
sus filosofías. Qué, ¿no hay más que andarse
matando los hombres por frioleras, y luego
disculparlos con opiniones galanas? Todos estos
modernos gritan: la razón, la humanidad, la
naturaleza. Bueno andará el mundo cuando se
haga caso de esas cosas. Pero don Justo...
Escena X
JUSTO, el ESCRIBANO, los dichos.
J USTO.- (Al ESCRIBANO, en el fondo.)
Don Claudio, váyase a descansar un rato, y
vuelva después de las dos.
ESCRIBANO.- Señor, las doce han dado
ya.
JUSTO.- Y bien, ¿no le bastan dos horas
para comer y reposar? Ponga esos papeles sobre
mi bufete, y vuelva a la hora que le digo. (El
ESCRIBANO pasa con los papeles a un cuarto
interior, y vuelve a salir por la misma pieza.)
SIMÓN.- (Viéndole pasar.) ¡Eh! Yo apuesto
a que no va contento. Este bribón querrá trabajar
poco, y que la comisión dure mucho... Sí,
a mí con esas.
Escena XI
JUSTO, SIMÓN, LAURA.
JUSTO.- (Acercándose.) ¡Quién podrá reposar
tranquilo mientras los infelices maldicen
su descanso!
SIMÓN.- Vaya, señor don Justo, que esta
mañana se ha trabajado mucho.
JUSTO.- Sí, amigo; pero se ha adelantado
poco.
SIMÓN.- ¡Poco! Pues ¿no habéis atrapado
dos reos, que se escaparon a la penetración de
mi alcalde mayor?
JUSTO.- Cierto es; pero, si no me engaño,
aún estamos muy lejos de la verdad. (A LAURA.)
Señora, ¿por qué estáis tan triste? ¿Qué...?
SIMÓN.- No hagáis caso de niñerías. Su
marido se va a Madrid por una o dos semanas,
y ved ahí lo que la tiene sin consuelo.
Escena XII
TORCUATO, FELIPE, los dichos.
F ELIPE.- (A su amo, en el fondo.) Conque,
¿les digo que se vayan?
TORCUATO.- Sí; págales el día, pues ya
no los necesito.
FELIPE.- Jamás le vi tan impertinente. (Se
va FELIPE.)
S IMÓN.- Pues qué, Torcuato, ¿ya no te
vas?
TORCUATO.- No, señor; no puedo desamparar
a mi amigo.
JUSTO.- Si yo fuese delicado, señor don
Torcuato, atribuiría esta ausencia a la incomodidad
de mi hospedaje; pero tengo de vos mejor
opinión.
T O RCUATO.- Señor, las personas de
vuestro mérito, lejos de incomodar, hacen dichoso
a cualquiera que las obsequia. Un negocio
doméstico me obligaba a pasar a Madrid;
pero vos me habéis detenido, arrestando a un
amigo, a quien no puedo desamparar.
JUSTO.- Siempre me es apreciable vuestra
compañía; pero no quisiera lograrla a tanta costa.
La suerte de don Anselmo me compadece
mucho, y la amistad con que le honráis no es lo
que menos me interesa en su favor.
T ORCUATO.- Nunca tendréis que arrepentiros
de haberle honrado con vuestra compasión,
pues además de sus buenas cualidades,
tiene, para merecerla, la de ser inocente. (Al oír
esto se inmuta LAURA.)
JUSTO.- Así lo espero. Su semblante, su
compostura y la serenidad que manifiesta, no
son compatibles con una conciencia delincuente.
Pero él se ha obstinado en callar cuanto sabe
sobre el desafío y muerte del marqués, y esto
no se lo perdonarán las leyes.
SIMÓN.- ¡Oh! Cuando lo sabe y no lo dice,
algo será ello. Señor don Justo, no hay que
juzgar a los hombres por sus semblantes; reos
he visto yo que parecían unos santos, y eran
peores que Barrabás.
TORCUATO.- No es Anselmo de ese número,
ni es tan fácil a los perversos ocultar la
iniquidad de su corazón. En fin, soy su amigo,
y debo hacer por él cuanto me permitan el
honor y la justicia.
J USTO.- (Aparte.) ¡Qué juicio, qué compostura!
No he visto mozo más cabal.
Escena XIII
JUAN, los dichos.
JUAN.- (En el fondo.) Señores, la sopa está
en la mesa.
SIMÓN.- ¡Santa palabra! Vamos, vamos a
comerla antes que se enfríe, que lo demás lo
descubrirá el tiempo.
Escena XIV
TORCUATO.- (Muy pensativo y paseando.)
En fin, ya no hay recurso... Ya no puedo
salvar a mi amigo sin exponer mi propia vida.
¡Anselmo tiene contra sí tantas sospechas...! Si
se obstina en callar, sufrirá todo el rigor de la
ley... Y tal vez la tortura... (Horrorizado.) ¡La
tortura...! ¡Oh nombre odioso! ¡Nombre funesto...!
¿Es posible que en un siglo en que se respeta
la humanidad y en que la filosofía derrama
su luz por todas partes, se escuchen aun
entre nosotros los gritos de la inocencia oprimida...?
Pero ¿sufriré yo que por mi causa...?
No; el honor me sujeta a la dureza de las leyes,
y yo sería digno de ella si le expusiese por evitarla.
Perdona, triste Laura, tú, cuyas virtudes
eran dignas de suerte más dichosa; perdona a
este infeliz el sacrificio que va a hacer de una
vida que es tuya, en las aras del honor y de la
amistad.
Acto III
El teatro representa lo mismo que en el acto
primero.
Escena I
JUSTO, SIMÓN, TORCUATO.
JUSTO.- Sí, señor don Torcuato; quien sabe
de los autores de un delito, debe esta triste
noticia a la causa pública y a la seguridad de
los demás. Las leyes no pueden castigar los
delitos si antes no los prueban. ¿Y cómo los
probarán si miran con indiferencia la ocultación
de la verdad? Así que don Anselmo podrá estar
inocente en cuanto al desafío; pero él contesta
haber gratificado al criado del marqués, enviádole
a Madrid y mantenídole a su costa hasta el
día; y esto supone que tiene noticia de la ejecución,
y aun del autor del delito. Os aseguro que
esto mismo excita mi compasión hacia él, pues
conozco que por un efecto de generosidad labra
su propia ruina por evitar la de algún otro.
SIMÓN.- Allá se las avenga; si no quiere
pernear, que cante de plano. Tú, hijo mío, ya
has abogado bastante en su favor; deja ahora
que el señor don Justo haga su oficio, pues sabe
lo que se hace.
TORCUATO.- (A SIMÓN.) También sé yo
lo que me toca hacer por un amigo de cuya inocencia
estoy seguro. (A JUSTO.) ¿Y habrá algún
inconveniente en que yo le hable?
JU STO.- No os lo permitirán sin orden
mía; pero os la daré, y no habrá embarazo.
(JUSTO se acerca a la mesa, escribe un papel, le
entrega a TORCUATO, y éste se retira. JUSTO,
viendo ir a TORCUATO.) ¡Cuánto me compadece!
La suerte de su amigo le tiene inconsolable.
¡Qué corazón tan honrado!
Escena II
JUSTO, SIMÓN.
J USTO.- (Paseándose.) Mucho me agradan,
señor don Simón, el juicio y los talentos de
este mozo. La señora Laura será muy dichosa
en su compañía.
SIMÓN.- ¡Oh! Ella está loca de contento.
Es verdad que salió de un marido tan malo... El
marqués era un calaverón de cuatro suelas.
¡Qué malos ratos dio a la muchacha, y qué pesadumbres
a mí! A los ocho días de casado ya
no hacía caso de ella, y a los dos meses no tenía
de la dote ni dos cuartos. Ahí nos engañaron
con que sus parientes eran grandes señores en
la corte, y nos hicieron creer... ¡Eh!, palabrones
de cortesanos, que se llevó el viento. ¡Oh! Torcuato,
Torcuato es otra cosa. ¡Qué mujer era su
tía! Yo la conocí mucho en Salamanca. A su
muerte le dejó una corta herencia, porque
siempre le quiso como si fuera su hijo; y aun
hubo malas lenguas... Pero era muy virtuosa;
Dios la tenga en descanso. En fin, las locuras
del marqués me dejaron harto de señoritos; con
que, por no tropezar con otro, viendo que Laura
quedaba viuda y niña, y que Torcuato la tenía
inclinación, se la ofrecí, sin esperar que él la
pidiese, y hoy viven ambos dichosos y contentos.
JUSTO.- ¿Y no pensáis en darle algún destino?
S I MÓN.- ¿Destino? No, señor; soy ya
muy viejo; mañana o esotro me moriré, les dejaré
cuanto tengo y con ello podrán vivir sin
quebraderos de cabeza. ¿Destino? ¡Buena es
esa! Los hombres de empleo no sosiegan un
instante. ¡Yo no sé cómo pretenden los que tienen
con qué pasar! Y luego, ¡se premia tan
mal...!
JUSTO.- Señor don Simón, para el hombre
honrado la satisfacción de servir bien es el
mejor premio.
SIMÓN.- ¿Y os parece que la alcanzan los
que sirven mejor? No, por cierto. Hasta el crédito
y la buena fama se reparte sin ton ni son.
¡Ah, señor!, vos no conocéis todavía el mundo.
Antiguamente era otra cosa; pero hoy se juzga
sólo por apariencias. Todo consiste en un poco
de maña y de ingeniatura. Los hombres honrados
por lo común son modestos; pero los pícaros
sudan y se afanan por parecer honrados,
con que pasa por bueno, no el que lo es en realidad,
sino el que mejor sabe fingirlo.
JUSTO.- En todo caso el hombre de bien,
después de haber cumplido con sus deberes,
vivirá contento y la injusticia de los que le juzguen
no podrá quitarle su tranquilidad, que es
el más dulce fruto de las buenas acciones.
Escena III
ESCRIBANO, los dichos.
E SCRIBANO.- (A la puerta.) Señor, las
dos han dado.
JUSTO.- Bien está (A SIMÓN.) Yo trataré
de volver a buen tiempo para haceros la partida.
SIMÓN.- Señor, vos trabajáis mucho y a
malas horas, cuidad más de vuestro descanso;
que al cabo de la jornada sale más bien librado
el que se incomoda menos.
JUSTO.- Este hombre tiene muy buen corazón,
pero muy malos principios. (El ESCRIBANO
entra, y vuelve a salir con los papeles
que dejó en el acto antecedente. Con él sale un
criado, que entrega a JUSTO bastón, sombrero
y espada, y se van.)
Escena IV
S IMÓN.- El hombre no sosiega. Con el
bocado en la boca vuelve a su trabajo. ¡Fuego
de Dios! El que cogiere debajo, no se le ha de
escapar a dos tirones.
Escena V
LAURA, SIMÓN.
LAURA.- (Asustada.) Señor, ¿habéis visto
a Torcuato?
SIMÓN.- Poco ha que salió de aquí. Pero
¿qué tienes, muchacha? ¿Por qué vienes tan
asustada...? Tú has llorado... ¿eh?
LAURA.- ¡Ay, padre!
S IMÓN.- Pues ¿qué? ¿Qué te ha dado?
¿Has perdido el juicio? Yo no os entiendo. Desde
que tu marido resolvió su viaje, andas tan
alborotada y tan triste, que no te conozco; y el
otro, desde que prendieron a su amigote, anda
también fuera de sí. Antes mucha prisa por irse,
y ahora ya parece que no se va... Aquí estuvo
charlando una hora con don Justo sobre las
cosas de don Anselmo, y al fin se fue diciendo
que iba a verle.
L AURA.- (Más asustada.) ¿Y qué? ¿Le
habéis dejado ir?
SIMÓN.- (Sereno.) ¿Dejado? ¿Por qué no?
L AURA.- ¡Ay, padre, yo temo una desgracia!
S IMÓN.- (Cuidadoso.) ¿Una desgracia?
¿Cómo...?
LAURA.- ¡Ah! No ha querido oírme... Sin
duda se complace en hacerme desdichada... Tal
vez a la hora de ésta...
S I MÓN.- Pero, muchacha... (Viendo a
FELIPE, que entra corriendo y lloroso.) ¿Otra
tenemos?
Escena VI
FELIPE, los dichos.
F ELIPE.- (Sollozando.) ¡Ay, señor, qué
desgracia! ¡Quién creyera lo que acaba de suceder!
S IMÓN.- Pues ¿qué...? ¿Qué hay? ¿Qué
traes? ¡Jesús! Hoy todos andan locos en mi casa.
FELIPE.- Señor, yo estaba en este instante
con los centinelas que guardan al señor don
Anselmo, cuando veo a mi amo llegar a la torre
con mucha prisa, diciendo que quería hablarle;
y aunque los soldados trataban de estorbárselo,
manifestó una orden del señor don Justo, y le
dieron entrada. Al punto corre hacia su amigo,
le abraza, y sin reparar en los que estaban presentes:
«Anselmo, le dice, yo vengo a librarte;
no es justo que por mi causa padezcas inocente
». Don Anselmo, que conoció su idea, procuró
contenerle para que callase, le hizo mil señas, le
interrumpió mil veces, y hasta le tapó la boca;
pero todo fue en vano, porque mi amo, desatinado
y como fuera de sí, proseguía diciendo a
voces que él había dado muerte al señor marqués.
A este tiempo entra el señor don Justo, a
quien mi amo repite la misma confesión, intercediendo
por su amigo y asegurándole que
estaba inocente. De todo tomó razón el escribano,
y ya quedan examinándolos. Don Anselmo
quería persuadir al juez que él sólo era el reo;
pero mi amo se afligió tanto e hizo tantas protestas,
que le obligó a desdecirse. El señor don
Justo queda sorprendido sobremanera, su amigo
confuso e inconsolable y hasta los centinelas,
viendo su generosidad, lloraban como unas
criaturas. No, yo no puedo vivir si pierdo a mi
amo.
LAURA.- ¡Ah, mi corazón me anunciaba
esta desgracia! ¡Padre mío...!
S IMÓN.- (Paseándose muy aprisa.) ¡Yo
no sé dónde estoy...! ¡Qué! ¿Torcuato...? ¿Mi
yerno...? No, no puede ser... Felipe, ¿estás bien
seguro?
FELIPE.- Ay, señor, ¡ojalá no lo estuviera!
Por señas, que antes de apartarse de nuestra
vista, me dijo: «Corre, querido Felipe; dile a mi
esposa que ya está vengada; pero que si la interesa
mi sosiego, me restituya su gracia y moriré
contento».
L AURA.- ¡Que le restituya mi gracia...!
¡Ah, si pudiera salvarle a costa de mi vida!
¡Desdichada de mí...! ¿A quién acudiré? ¿Quién
me socorrerá en tan terrible angustia? ¡Querido
padre! ¿Vos me abandonáis en este conflicto?
¿Cómo no volamos a socorrerle?
SIMÓN.- No, hija mía; yo no lo creo aún,
¡Qué!, ¿tu marido? ¿Torcuato? No, no puede
ser... ¿Cómo es posible que nos engañara...?
(Después de una larga pausa.) Pero si es cierto,
si ha sido capaz de una superchería tan infame...
No, Laura; no lo esperes, yo no podré
perdonársela; antes seré el primero que clame
por su castigo... ¿Pues qué?, después de haberle
hospedado y protegido, de haberle agregado a
mi familia y tenídole en lugar de hijo, ¿habrá
sido capaz de olvidar todos mis beneficios y de
engañarme de esta suerte...? Pero, no, no puede
ser... yo no lo creo... Él es allá medio filósofo, y
tal vez querrá librar a su amigo por medio de
una acción generosa.
L A URA.- No, señor; ya es tiempo de
hablar con claridad; su delito es cierto; él mismo
me lo ha confesado.
SIMÓN.- (Muy enojado.) ¿Él te lo ha confesado?
¿Y tuviste sufrimiento para oírlo? ¡Pícaro
engañador! ¡Llenar de aflicción la familia
donde estaba acogido, asesinar al que yo tenía
en lugar de hijo, aspirar a la mano de su misma
viuda, y lograrla por medio de un engaño...!
No, Laura; él es muy digno de toda nuestra
cólera, y tú misma no puedes olvidar los agravios
que te ha hecho.
L AURA.- Padre mío, estoy muy segura
de su inocencia. No, Torcuato no es merecedor
de los viles títulos con que afeáis su conducta...
Sobre todo, señor, él es mi esposo. Y debo protegerle;
vos sois mi padre, y no podéis abandonarme...
(SIMÓN continúo paseándose, sin ceder
de su enojo.) Pero si vuestro corazón resiste
a mis suspiros, yo iré a lanzarlos a los pies del
señor don Justo; su alma piadosa se enternecerá
con mis lágrimas; le ofreceré mi vida por redimir
la de mi esposo; y si no pudiese salvarle
moriremos juntos, pues yo no he de sobrevivir
a su desgracia.
SIMÓN.- (Más aplacado.) ¡Laura, Laura...!
Yo no sé lo que me pasa; tantas cosas como han
sucedido en solo un día me tienen sin cabeza...
¿Y qué? ¿Qué puedo hacer en su favor, aunque
quisiera protegerle? No; su delito es de aquellos
que nunca perdonan las leyes; su juez es justo y
recto, y las consecuencias son muy fáciles de
adivinar.
L AURA.- ¿Conque todos me abandonarán
en esta tribulación? ¿Y vos también, padre
cruel, queréis ver a vuestra hija reducida a
nueva y más desamparada viudez? ¡Almas sin
compasión! Las lágrimas de una desdichada...
Pero no importa; yo sola correré... (Quiere irse,
y se detiene viendo a ANSELMO.)
Escena VII
ANSELMO, los dichos.
LAURA.- ¡Ay, don Anselmo! Ya lo sabemos
todo.
ANSELMO.- Señora, no soy capaz de explicaros
cuánta es mi aflicción. ¡Generoso amigo...!
¡Con cuánto gusto hubiera dado la vida
por salvarle! Pero la suya queda en el más terrible
riesgo... No; yo no puedo abandonarle en
esta situación; desde ahora voy a sacrificar mi
caudal y mi vida por su libertad. Si fuere preciso,
iré a los pies del Rey... Pero, señor... (A SIMÓN.)
No perdamos tiempo; juntemos todos
nuestros ruegos, nuestras lágrimas...
LAURA.- (Con eficacia.) Sí, padre mío; él
está inocente y es muy digno de vuestra protección.
¡Ah!, en su alma virtuosa no caben el dolo
y la perversidad que caracterizan los delitos.
SIMÓN.- Pero, señores, lo que yo no puedo
comprender es por qué este hombre nos
calló su situación. Al fin, si me lo hubiera dicho,
yo no soy ningún roble... Pero haber callado...
haberse casado...
A NSELMO.- ¡Ay, señor! Él es muy disculpable;
el amor que profesaba a Laura y el
temor de perderla le alucinaron. Creedme, señor
don Simón; yo era testigo de todos sus secretos.
Apenas se celebraron las bodas, cuando
un continuo remordimiento empezó a destrozarle
el corazón, y en sus angustias lo que más
le afligía era el temor de perder a Laura y de
disgustar a su bienhechor.
L AURA.- ¡Esposo desdichado! Yo no te
merecía.
SIMÓN.- (Enternecido.) ¡Pobrecita...! Sosiégate,
hija mía, y no te abandones al dolor con
tanto extremo. Sus lágrimas me enternecen...
(Viendo a JUSTO.) ¡Ah, señor don Justo!
Escena VIII
JUSTO, los dichos.
JUSTO.- (En el fondo de la escena.) ¡Cuán
graves y penosas son las pensiones de la magistratura!
L AURA.- (A JUSTO.) ¡Ay, señor, si pudiesen
las lágrimas de una desdichada...!
J U STO.- ¡Qué terrible conflicto! Yo he
traído la tribulación al seno de esta familia. (A
LAURA.) Señora, la virtud y generosidad de
don Torcuato excitan mi compasión aún más
eficazmente que vuestras lágrimas, y me hallo
más interesado en favor suyo de lo que podéis
imaginar. Sosegaos, pues, y confiad en la Providencia,
que nunca desampara a los virtuosos.
SIMÓN.- ¡Ay, señor don Justo! ¿quién nos
diría que vuestro amigo y mi yerno era el delincuente
que buscábamos?
JUSTO.- ¡Ah! no podré yo explicar la turbación
que causó en mi alma su vista al llegar a
la torre. La presencia de don Anselmo, lleno de
prisiones, le tenía fuera de sí, y apenas me vio,
cuando empezó a clamar por su libertad con un
ardor increíble: pero no bien le miró libre,
cuando volvió repentinamente a su natural
compostura. Mientras duró la confesión se
mantuvo tranquilo y reposado, respondió a los
cargos con serenidad y con modestia; y aunque
conocía que su delito no tenía defensa alguna
contra el rigor de las leyes, no por eso dejó de
confesarle con toda claridad. La verdad pendía
de sus labios, y la inocencia brillaba en su semblante.
Entretanto estaba yo tan conmovido, tan
sin sosiego, que parecía haber pasado al corazón
del juez toda la inquietud que debiera tener
el reo. En medio de este conflicto, ciertas ideas
concurrieron a alterar mi interior... ¡Qué ilusión!
(A LAURA.) Pero, señora; pensad en
vuestro reposo, y moderad los primeros ímpetus
del dolor. Señor don Simón, no la abandonéis
en situación en que tanto os necesita. Su
esposo me la ha recomendado con la mayor
ternura, y este era el único cuidado que afligía
su buen corazón.
LAURA.- ¡Desventurada!
ANSELMO.- ¡Ah, mi buen amigo!
S IMÓN.- Sí, hija; vamos a pensar en tu
alivio, y cuenta con la ternura de un padre que
no es capaz de olvidarse de tu bien. (Yéndose.)
¡Este don Justo es un ángel! Otros jueces hay
tan desabridos, tan secos... No he visto otro por
el término.
J USTO.- (Profundamente pensativo.) La
fisonomía de don Torcuato... el tono de su
voz... ¡Ah, vanas memorias...! Pero es forzoso
averiguarlo.
Escena IX
ESCRIBANO, JUSTO.
ESCRIBANO.- Señor, acaba de llegar del
Sitio un expreso con este pliego, y me ha pedido
testimonio de la hora de su entrega.
JUSTO.- (Tomando el pliego.) Veamos. Id
a despacharle.
Escena X
JUSTO (solo.)
J USTO.- (Lee.) «Enterado el Rey de que
las averiguaciones hechas últimamente en la
causa del desafío y muerte del marqués de
Montilla, en que V. S. entiende de su orden,
han producido la prisión del sirviente del mismo
marqués, que se hallaba prófugo en Madrid,
y de que con este motivo se espera descubrir
y arrestar al matador, quiere S. M. que, si
así sucediese, proceda V. S. a recibir su confesión
al reo; y no exponiendo en ella descargo o
excepción que, legítimamente probados, le
eximan de la pena de la ley, determine V. S. la
causa conforme a la última pragmática de desafíos,
consultando con S. M. la sentencia que
diere, con remisión de los autos originales por
mi mano; todo con la posible brevedad. Nuestro
Señor guarde a V. S. muchos años. -San Ildefonso,
etc. -Señor don Justo de Lara». (Paseándose
con inquietud.) ¡Tanta priesa! ¡Tanta
precipitación...! ¡Así trata la corte un negocio de
esta importancia...! Pero no hay remedio; el Rey
lo manda, y es fuerza obedecer. Yo no sé lo que
me anuncia el corazón... Este don Torcuato... Él
está inocente... Un primer movimiento... un
impulso de su honor ultrajado... ¡Ah, cuánto me
compadece su desgracia...! Pero las leyes están
decisivas. ¡Oh, leyes! ¡Oh, duras e inflexibles
leyes! En vano gritan la razón y la humanidad
en favor del inocente... ¿Y seré yo tan cruel, que
no exponga al Soberano...? No; yo le representaré
en favor de un hombre honrado, cuyo delito
consiste en haberlo sido.
Acto IV
El teatro representa el interior de una torre
del alcázar, que sirve de prisión a TORCUATO.
La escena es de noche. En esta habitación no
habrá más adorno que dos o tres sillas, una
mesa, y sobre ella un bujía. En el fondo habrá
una puerta, que comunique al cuarto interior,
donde se supone está el reo, y a esta puerta se
verán dos centinelas. JUSTO está sentado junto
a la mesa con aire triste, inquieto y pensativo, y
el ESCRIBANO en pie, algo retirado.
Escena I
JUSTO, ESCRIBANO.
E SCRIBANO.- (Acercándose.) Señor, ya
está todo evacuado; a las cinco y media en punto
partió el posta con los autos y la representación.
J USTO.- Muy bien, don Claudio; idos a
mi cuarto, y esperadme en él sin separaros un
instante. Si alguno me buscare para cosa urgente,
avisadme; y si no lo fuere, que nadie me
interrumpa. Si volviese el expreso, traedle aquí
con reserva; sobre todo, un profundo silencio...
ESCRIBANO.- Ya entiendo, señor. (Yéndose.)
¡Qué afligido está!
Escena II
JUSTO.
J USTO.- (Después de alguna pausa.) En
fin, he cumplido con mi funesto ministerio sin
olvidar la humanidad. ¡Quiera el cielo que mis
razones sean atendidas! Pero el Ministro no
verá las lágrimas de estos infelices, ni los clamores
de una familia desolada podrán penetrar
hasta su oído... ¡Ve aquí por qué los poderosos
son insensibles...! Sumidas en el fausto y la
grandeza, ¿cómo podrán sus almas prestarse a
la compasión? ¡Ah! ¡Desdichados los que se
creen dichosos en medio de las miserias públicas...!
Mas yo confío en la piedad del Soberano...
Su ánimo benigno no puede desatender
tan justas instancias. (Se levanta y pasea inquieto.)
No sé de qué nace esta inquietud que me
atormenta. ¿No pudiera ser que don Torcuato...?
Haber nacido en Salamanca... No tener
noticia de sus padres... Su edad... Su fisonomía...
¡Ah, dulce y funesta ilusión! ¡El fruto
desdichado de nuestros amores pasó rápidamente
de la cuna al sepulcro...! No obstante,
quiero hablarle. (Llamando a los centinelas.)
¡Hola!, que venga el reo a mi presencia. (Se
sienta. Los centinelas entran por la puerta del
cuarto interior; salen luego con TORCUATO,
que debe venir poco a poco por causa de los
grillos, y le conducen hasta la presencia del
Juez.)
Escena III
JUSTO, TORCUATO.
JUSTO.- Sí, yo le preguntaré... (Viéndole.)
Su vista me quebranta el corazón. (A los centinelas.)
Despejad. (A TORCUATO.) Sentaos.
(Los centinelas se retiran, y TORCUATO se irá
acercando poco a poco a una de las sillas, donde
se sienta.) Sentaos, amigo mío; ya no soy
vuestro juez, pues sólo vengo a consolaros y
daros una prueba de lo que os estimo. Vuestra
honradez me tiene sorprendido, y vuestra franqueza
me parece digna de la mayor admiración;
pero siento que os hayan sido tan perjudiciales.
TORCUATO.- El honor, que fue la única
causa de mi delito, es, señor, la única disculpa
que pudiera alegar; pero esta excepción no la
aprecian las leyes. Respeto, como debo, la autoridad
pública, y no trato de eludir sus decisiones
con enredos y falsedades. Cuando acepté el
desafío preví estas consecuencias; por no perder
el honor me expuse entonces a la muerte, y
ahora por conservarle la sufriré tranquilo.
JUSTO.- Pero ¡tanto empeño en callar las
injurias con que os provocó vuestro agresor...!
Tal vez su atrocidad, representada al Soberano...
T ORCUATO.- ¡Ay, señor!, las leyes son
recientes y claras, y no dejan refugio alguno al
que acepta un desafío. ¿Por qué queríais que
dejase perpetuados en el proceso los nombres
viles...?
JUSTO.- Pues qué, ¿acaso el marqués...?
T ORCUATO.- Me habéis dicho que no
me habláis como juez; por eso os voy a responder
como amigo. Mi ofensor, señor, era uno de
aquellos hombres temerarios a quienes su alto
nacimiento y una perversa educación inspiran
un orgullo intolerable. En nuestro disgusto me
dijo mil denuestos, que yo disimulé a su temeridad.
Me desafió varias veces, y yo me desentendí
sin contestarle; pero al fin insistió tanto y
llevó a tal extremo su provocación, que me
echó en cara un defecto... El rubor no me deja
repetirle. (TORCUATO se cubre el rostro.)
JUSTO.- Y bien, ¿qué os dijo? Habladme
con lisura.
TORCUATO.- (Llorando.) ¡Ay, señor! entre
mis desgracias cuento por la mayor la de no
saber a quién debo la vida. Yo he sido fruto
desdichado de un amor ilegítimo; y aunque
este defecto estuvo siempre oculto, ciertos rumores...
En fin, el marqués...
J USTO.- (Sobresaltado y con prontitud.)
Ya, ya entiendo... Y, con efecto, ¿habéis nacido
en Salamanca?
T ORCUATO.- Sí, señor; allí nací, y allí
tuve mi primera educación.
J U STO.- (Siempre sobresaltado.) ¿Y a
quién la debisteis?
TORCUATO.- A una parienta de mi propia
madre, que me negó siempre el dulce nombre
de hijo.
J U STO.- (Con mayor inquietud.) Pero
¿supisteis después que lo erais en efecto?
TORCUATO.- Una criada antigua me dio
las únicas noticias que tengo de mi origen. Mi
madre, señor, fue una de aquellas damas desdichadas
a quienes el arrepentimiento de una
flaqueza empeña para siempre en el ejercicio de
la virtud. Su pundonor y su recato eran extremos.
No se contentó con ocultar al público su
desgracia por los medios más exquisitos, sino
que pensó toda su vida en remediarla. Una parienta
anciana fue la única confidente de su
cuidado; por medio de ésta me hizo criar en
una aldea vecina a Salamanca; después me
agregó a su familia con el título de sobrino,
fingiendo que mis padres habían muerto en
Vizcaya; y, en fin, engañó aun a su mismo
amante, suponiendo mi muerte, y reservando
para otro tiempo la noticia de mi existencia. Ni
paró aquí su delicadeza; clamó continuamente
por la vuelta de mi padre, a quien la necesidad
obligara a buscar en países lejanos los medios
de mantener honradamente una familia. Estaba
ya cercana su vuelta, y para entonces preparado
un matrimonio que debía asegurarme la
noticia y la legitimidad de mi origen; pero la
muerte desbarató estos proyectos. Un accidente
repentino privó a mi madre de la vida, y a mí
de tan dulces y legítimas esperanzas... Mas,
señor, vos estáis inquieto; ¿sentís acaso alguna
novedad?
J USTO.- (Mirándole atentamente y conturbado
en extremo.) No hay duda; él es... sí; él
es...
TORCUATO.- ¡Señor...!
J USTO.- (Esforzándose para mostrar serenidad.)
No, amigo mío; no tengáis cuidado; y
decidme: ¿nunca habéis sabido el nombre de
ese padre desdichado?
TORCUATO.- No, señor; la única noticia
que pude adquirir de él fue que había pasado
con empleo a Nueva España y que debía regresar
con la última flota.
JUSTO.- ¡Oh, Dios! ¡Oh, justo Dios! Mi corazón
me lo había dicho... ¡Hijo mío...!
TORCUATO.- (Asombrado.) ¡Qué! Señor,
¿es posible...?
J USTO.- (Prontamente.) Sí, hijo mío; yo
soy ese padre desdichado que nunca has conocido.
TORCUATO.- (De rodillas, y besando la
mano de su padre con gran ternura y llanto.)
¡Mi padre...! ¡Ay, padre mío!, después de haber
pronunciado tan dulce nombre, ya no temo la
muerte.
J USTO.- (Con extremo dolor y ternura.)
¡Hijo mío! ¡Hijo desventurado...! ¡En qué estado
te vuelve el cielo a los brazos de tu padre!
T ORCUATO.- (Como antes.) No, padre
mío; después de haberos conocido, ya moriré
contento.
J USTO.- (Levantándole.) El cielo castiga
en este instante las flaquezas de mi liviana juventud...
Pero ¿sabes, hijo infeliz, cuál es tu
desgracia? ¿Sabes cuánto debe ser mi dolor en
este día...? ¡Ah!, ¿por qué no suspendí una
hora, siquiera una hora...? Tu desdichado padre
ha vuelto de su largo destierro sólo para ser
causa de tu ruina... ¡Ay, Flora; por cuántos títulos
me debe ser dolorosa la noticia de tu muerte!
TORCUATO.- (Con serenidad y ternura.)
Bien sé, padre mío, cuál es mi situación y cuál
el funesto ministerio que debéis ejercer conmigo.
Pero suponiendo mi suerte inevitable, ¿no
es un favor distinguido de la Providencia que
me restituya a los brazos de mi padre? Ya no
moriré con el desconsuelo de ignorar el autor
de mis días; vos me confortaréis en el terrible
trance, vuestra virtud sostendrá mi flaqueza; y
a Laura, (enternecido), le quedará un digno
consolador en su triste viudez.
JUSTO.- (Enternecido.) ¡Hijo infeliz! ¡Hijo
digno de mejor suerte y de un padre menos
desdichado! Tu virtud me encanta y tus discursos
me destrozan el corazón... ¡Ah, yo pude
salvarte, y te he perdido...! Sólo la bondad del
Soberano... Sí; su corazón es grande y benéfico,
y no desatenderá mis razones.
Escena IV
ESCRIBANO, los dichos.
ESCRIBANO.- (A JUSTO, desde el fondo
de la escena.) Señor, el caballero Corregidor
solicita entrar.
JUSTO.- (Al ESCRIBANO.) Aguardad un
momento. (A TORCUATO.) Hijo mío, reserva
en tu corazón este secreto, porque importa a
mis ideas; y si el cielo no se doliere de este padre
desventurado, ocultemos a la naturaleza un
ejemplo capaz de horrorizarla.
E SCRIBANO.- (Desde la puerta.) ¡Con
qué ternura le habla! Hasta le da el nombre de
hijo por consolarle. ¡Oh, qué ejemplo tan digno
de imitación y de alabanza!
JUSTO.- (Al ESCRIBANO.) Que entre. (El
ESCRIBANO se retira, vuelve con SIMÓN hasta
la puerta, y se va.)
TORCUATO.- Sólo me toca obedeceros.
Escena V
SIMÓN, JUSTO, TORCUATO.
SIMÓN.- Perdonad, señor don Justo. Esta
muchacha no me deja sosegar un instante; si no
la detengo, ya venía despeñada a echarse a
vuestros pies. Clama por su marido, y dice que
no quiere separarse de su lado. También desea
verle don Anselmo.
JUSTO.- ¡Ah, si supieran cuál es su suerte!
SIMÓN.- (A TORCUATO.) ¡Muy buena la
hemos hecho, Torcuato! ¡Mira en qué estado
nos has puesto!
J USTO.- (Con gravedad.) Señor don Simón,
ya no es tiempo de reconvenciones; si no
os doléis de su triste situación, al menos no le
aflijáis.
TORCUATO.- (A JUSTO.) Pero, señor, ¿se
me negará el consuelo...?
JUSTO.- (Con blandura.) ¿Para qué queréis
exponeros a la angustia de ver las lágrimas
de vuestra esposa y vuestro amigo? Tan tiernos
objetos sólo pueden serviros de mayor quebranto.
Yo quiero excusárosle, amigo mío; retiraos
un instante, y tratad de tranquilizar vuestro
espíritu. Quizá en mejor ocasión podréis
satisfacer tan justo deseo. (A los centinelas.)
¡Hola!, retiradle. (Los centinelas se van con
TORCUATO en la misma forma que han salido.)
Escena VI
JUSTO, SIMÓN.
SIMÓN (Viendo salir a TORCUATO.) ¡Este
mozo nos ha perdido! Mi casa está hecha una
Babilonia; todos lloran, todos se afligen y todos
sienten su desgracia. Ve aquí, señor don Justo,
las consecuencias de los desafíos. Estos muchachos
quieren disculparse con el honor, sin advertir
que por conservarle atropellan todas sus
obligaciones. No; la ley los castiga con sobrada
razón.
JUSTO.- Otra vez hemos tocado este punto,
y yo creía haberos convencido. Bien sé que
el verdadero honor es el que resulta del ejercicio
de la virtud y del cumplimiento de los propios
deberes. El hombre justo debe sacrificar a
su conservación todas las preocupaciones vulgares;
pero por desgracia la solidez de esta
máxima se esconde a la muchedumbre. Para un
pueblo de filósofos sería buena la legislación
que castigase con dureza al que admite un desafío,
que entre ellos fuera un delito grande.
Pero en un país donde la educación, el clima,
las costumbres, el genio nacional y la misma
constitución inspiran a la nobleza estos sentimientos
fogosos y delicados a que se da el
nombre de pundonor; en un país donde el más
honrado es el menos sufrido, y el más valiente
el que tiene más osadía; en un país, en fin, donde
a la cordura se llama cobardía, y a la moderación
falta de espíritu, ¿será justa la ley que
priva de la vida a un desdichado sólo porque
piensa como sus iguales; una ley que sólo podrán
cumplir los muy virtuosos o los muy cobardes?
SIMÓN.- Pero, señor; yo creía que el mejor
modo de hacer a los mozos más sufridos era
agravar las penas contra los temerarios.
JUSTO.- Cuando haya mejores ideas acerca
del honor, convendrá acaso asegurarlas por
ese medio; pero entre tanto las penas fuertes
serán injustas y no producirán efecto alguno.
Nuestra antigua legislación era en este punto
menos bárbara. El genio caballeresco de los
antiguos españoles hacía plausibles los duelos,
y entonces la legislación los autorizaba; pero
hoy pensamos, poco más o menos, como los
godos, y, sin embargo, castigamos los duelos
con penas capitales.
S IMÓN.- Esos discursos, señor, son demasiado
profundos; yo no soy filósofo ni los
entiendo, pero estoy muy mal con que los mozos...
JUSTO.- (Con alguna aspereza.) Dejemos
una contestación que debe afligirnos a entrambos,
y vamos a consolar a Laura, pues tanto lo
necesita.
SIMÓN.- Pero, decidme, ¿no habrá algún
medio de salvar a Torcuato?
JUSTO.- (Con seriedad.) Esa pregunta es
bien extraña en quien sabe las obligaciones de
un juez. El órgano de la ley no es árbitro de ella.
No tengo más arbitrio que el de representar; y
pues habéis oído cómo pienso, podréis inferir si
lo habré hecho con eficacia.
SIMÓN.- ¡Oh! pues si habéis representado,
yo confío...
JU STO.- No haréis bien en confiar. Las
representaciones de un juez suelen valer muy
poco cuando conspiran a mitigar el rigor de
una ley reciente. Sin embargo, la Providencia...
la piedad del Soberano...
Escena VII
ESCRIBANO, los dichos.
E SCRIBANO.- Señor, acaba de llegar el
expreso.
JUSTO.- (Recibiendo el pliego.) Veamos...
(Asustado.) No sé lo que me altera; el corazón
no me cabe en el pecho.
S IMÓN.- ¿Qué tendrá, que tanto se ha
turbado?
JUSTO.- (Leyendo en secreto la carta, manifiesta
en su semblante grande conmoción y
extremo dolor, y después de haber acabado se
arroja en una silla.) ¡Oh, padre sin ventura! ¡Oh,
hijo desdichado!
ESCRIBANO.- ¡Malo, malo! ¡Sin duda se
ha confirmado la sentencia! (Se va el ESCRIBANO,
y SIMÓN, como temeroso de interrumpir
a JUSTO, se retira al fondo de la escena, sin
resolverse a desampararle.)
S IMÓN.- Yo no comprendo... Él ha perdido
el color... ¡Cuál se ha puesto, Dios mío!
¿Qué traerá esta carta? (Cuanto dice JUSTO en
el resto de la presente escena, se entiende aparte.)
JUSTO.- Sí, sí; yo he sido el cruel que ha
acelerado su desgracia... ¡Ah! Yo esperaba que
mis clamores en favor de un inocente... ¡Hijo
desventurado!
S IMÓN.- ¿Señor...? (Acercándose con timidez.)
¿Qué tendrá que tanto exclama?
JUSTO.- (Sin oírle.) ¡No sólo aprueban su
muerte, sino que quieren también atropellarla!
(Levantándose.) No; al Soberano le han engañado.
¡Ah! Si hubiera oído mis razones, ¿cómo
pudiera negarse su piadoso ánimo a la defensa
de un inocente?
SIMÓN.- (Desde lejos.) Señor don Justo...
J USTO.- (Paseando por la escena, como
fuera de sí.) ¡Hijo mío! ¡Hijo desdichado! ¿Cómo
he de consentir...? Iré a bañar los pies del
mejor de los reyes con mis humildes lágrimas.
SIMÓN.- ¡Cuál está, Dios mío! ¡No sosiega
un instante! Señor don Justo... Por vida de...
Señor don Justo... Pero, ¡qué gritos...!
Escena VIII
LAURA, ANSELMO, los dichos.
(LAURA entra corriendo en la escena y ANSELMO
deteniéndola.)
ANSELMO.- Señora, señora, deteneos.
LAURA.- (Mirando a todas partes.) ¡Qué!
¿Él correrá a la muerte, y yo no podré abrazarle...?
Querido esposo, ¿dónde te esconden?
¿Quiénes son los crueles que nos separan?
SIMÓN.- ¡Hija mía! ¿Qué es esto...? Don
Anselmo...
ANSELMO.- Señor, no he podido contenerla...
El posta que llegó de la corte esparció la
voz de que traía malas nuevas; entendiéronlo
algunos de la familia, y sus lágrimas...
LAURA.-(A JUSTO, de rodillas.) ¡Ay señor!
¿Así abandonáis a vuestro amigo?
¿Sufriréis que su esposa desventurada...?
JUSTO.- (Volviendo el rostro.) ¡Ve aquí lo
que faltaba al complemento de mi desdicha!
Señor don Simón, separad a vuestra hija de este
sitio, donde nada es capaz de aliviar su dolor.
SIMÓN.- Vamos, hija, vamos.
L AURA- (Resistiéndose.) No, yo no me
separaré de aquí... ¡Qué! Después de perderle,
¿me negarán también el consuelo de morir en
sus brazos? ¡Crueles! Todos son crueles con
esta desdichada. (SIMÓN lleva casi violentamente
a su hija, y ANSELMO pretende seguirlos,
pero se detiene, avisado por JUSTO.)
Escena IX
JUSTO, ANSELMO.
JUSTO.- Quedaos, don Anselmo. Los sucesos
de este triste día me han hecho conocer la
fina amistad que profesáis a don Torcuato.
¿Queréis dar un paso en su favor, que le pueda
librar de la desdicha que le amenaza?
A NSELMO.- ¡Pues qué!, ¿lo dudáis, señor?
¡Ah!, no es posible comprender cuánto
estimo sus virtudes ni cuánto me duele su triste
situación. ¡Ah!, si pudiera a costa de mi vida...
JUSTO.- A menos costa podéis serle muy
útil y defender la suya. A pesar de cuantas razones
expuse en su favor, la corte ha resuelto lo
que oiréis ahora.
ANSELMO.- ¡Oh, Dios!
JUSTO.- (Lee con dolor y turbación.) «He
dado cuenta al Rey de la causa escrita sobre el
desafío que hubo en esa ciudad el día 4 de
agosto del año próximo pasado, entre el marqués
de Montilla y don Torcuato Ramírez, de
que resultó la muerte del primero; y sin embargo
de cuanto V. S. expone en su representación
a favor del homicida, S. M., considerando el
escándalo que ha causado este suceso en esa
ciudad, este real Sitio y todo el reino, singularmente
cuando estaba tan reciente la publicación
de su pragmática de 28 de abril del mismo año
pasado, y teniendo asimismo presente que el
reo está llanamente confeso en su delito, se ha
servido resolver que V. S. ponga en ejecución la
sentencia de muerte y confiscación que ha dado
en dicha causa, concediendo al reo sólo el
tiempo preciso para disponerse a morir como
cristiano; y V. S. me dará cuenta de haberse
ejecutado en la forma prevenida. -Nuestro Señor,
etc.»
ANSELMO.- (Lloroso.) ¡Infeliz amigo! Yo
no podré sobrevivir a tu muerte.
J USTO.- ¡Desdichado! ¡Todos se compadecen
de su desgracia! Sólo la corte está sorda a
nuestros clamores. Pero, don Anselmo, aún no
sabéis hasta dónde llega la desdicha de vuestro
amigo.
A NSELMO.-¡Qué, señor!, ¿después de
una sentencia...?
JUSTO.- Sí, amigo mío; esta bárbara sentencia
ha sido dictada por su mismo padre.
A NSELMO.- (Asombrado.) ¿Vos padre
suyo? ¡Oh, Dios!
JUSTO.- (Transportado de pena.) No, yo
no soy su padre; soy un monstruo, que le ha
dado la vida para arrebatársela después... ¡Insensato!
Yo hubiera podido... Pero no perdamos,
amigo, un tiempo tan precioso. La terrible
sentencia se va a notificar a Torcuato; la corte
está cerca; vos sois su amigo; tenéis en ella valedores...
Tal vez nuestras instancias...
ANSELMO.- (Yéndose con precipitación.)
Basta, señor, he entendido; no me detengo ni
un instante.
J U STO.- (Siguiéndole.) Si fuere preciso
que el nombre de su padre...
ANSELMO.- (Desde la puerta, y sin volver
el rostro.) Entiendo, entiendo.
Escena X
JUSTO, solo.
JU STO.- ¡Santo Dios, encamina sus pasos...!
Ve aquí el natural y dulce fruto de la virtud:
todos se complacen en protegerla, y todos
corren ansiosos a sostenerla en la adversidad.
Pero ¡cuán débiles son sus apoyos contra la
fuerza y el poder! ¡Virtud santa y amable! Tú
serás siempre respetada de las almas sencillas;
mas no esperes hallar asilo entre los vanos y
poderosos... ¡Cuánto ha cambiado mi suerte en
solo un día! ¿Es posible que me he de hallar en
la dura necesidad de derramar mi propia sangre...?
¡Hijo desventurado...! ¡La mano de tu
bárbaro padre te va a ofrecer el amargo cáliz de
la muerte! ¡Funesta obligación...! ¡Horrible ministerio...!
Si acaso don Anselmo... ¡Ah!, ¡qué
podrán sus débiles ruegos contra los de tantos
importunos... contra el respeto de las leyes...
contra la preocupación del Gobierno...! ¡Ah!...
Acto V
Descúbrese a TORCUATO, sentado con prisiones
y con la misma ropa que debe llevar al
suplicio. JUSTO, algo distante, se pasea con aire
profundamente inquieto y abatido. El ESCRIBANO
estará retirado lejos de todos, y habrá
centinelas dobles. La escena es de día.
Escena I
JUSTO, TORCUATO, el ESCRIBANO.
JUSTO.- (Al ESCRIBANO.) Dejadnos solos
por un rato, y avisad cuando sea tiempo. (Se
va el ESCRIBANO. Sacando el reloj.) Ya no me
queda esperanza alguna... La hora funesta está
cercana, y don Anselmo no parece... ¡Oh, justo
Dios! ¿negaréis este consuelo a mis ardientes
lágrimas?
TORCUATO.- (Con voz desmayada.) En
este triste y pavoroso instante la imagen de
Laura ocupa únicamente mi memoria, y el eco
penetrante de sus suspiros resuena en el fondo
de mi alma... ¡Ay, Laura! Yo no soy digno de
tan amargas lágrimas... (Mirando a su padre.)
Mi padre... ¡Ah! su venerable presencia y su
tristeza me destrozan el corazón... ¡Oh, muerte!
Sin
estos objetos tú no serías terrible a mis ojos.
(Llamando a su padre.) Padre...
JU STO.- (Sin oírle, y paseándose.) Hay
que vencer tantas dificultades antes de hablar a
un Soberano!
T ORCUATO.- (Con voz más animada.)
Padre...
J USTO.- (Paseándose, pero sin volver el
rostro.) Las lágrimas me ahogan... No puedo
responderle.
T ORCUATO.- (Esforzando más la voz.)
Querido padre...
JUSTO.- (Prontamente.) ¡Hijo mío!
TORCUATO.- Yo estoy fatigado, y el peso
de los grillos no me deja llegar a vuestras plantas...
Mi hora se acerca... Dignaos de bendecir
por la última vez a este hijo desgraciado.
JUSTO.- (Acercándose y tomando su mano.)
¡Hijo mío! Tus angustias se acabarán muy
luego, y tú irás a descansar para siempre en el
seno del Criador. Allí hallarás un Padre que
sabrá recompensar tus virtudes.
TORCUATO.- Sí, venerado padre; voy a
ofrecerle mi espíritu y a interceder en su presencia
por los dulces objetos de que me separa
su justicia... ¡Padre mío! Vuestro corazón y el de
Laura, llenos de pureza y rectitud, tendrán todo
su valor ante el Omnipotente! ¡Ah, qué consuelo!
¡Esperar en el seno de la eternidad la compañía
de dos almas tan puras!
JUSTO.- Tú has cumplido, hijo mío, con
todos tus deberes, y puedes creerte dichoso,
pues vas a recibir el galardón. ¡Ah!, nosotros,
infelices, quedamos sumidos en un abismo de
aflicción y miseria, mientras tu espíritu sobre
las alas de la inmortalidad va a penetrar las
mansiones eternas y a esconderse en el seno del
mismo Dios que le ha criado. Procura imprimir
en tu alma estas dulces ideas; que ellas te harán
superior a las angustias de la muerte. (A este
tiempo se oye el reloj que da las once; TORCUATO
se estremece; JUSTO, horrorizado, se
aparta de él, volviendo el rostro a otro lado, e
inmediatamente entra el ESCRIBANO.)
Escena II
ESCRIBANO, los dichos.
ESCRIBANO.- (Desde la puerta y con voz
tímida.) Señor... la hora ha dado ya.
T ORCUATO.- (Asustado.) ¡Oh, Dios...!
Esta es la última de mi vida... Conque, ¿no hay
remedio...? (Resignado, después de alguna
pausa.) Vamos, pues, a morir.
J U STO.- (Con extrema inquietud, paseando
por el frente de la escena.) Este don Anselmo...
¡Don Anselmo...! ¡Gran Dios!, ¿así
abandonáis al inocente...? (Hace seña al ESCRIBANO,
que se habrá mantenido a la puerta).
Escena III
Los dichos.
El ESCRIBANO, sin salir, hace una seña
desde la puerta, y a ella entran sucesivamente
el ALCAIDE, la tropa y los ministros de Justicia.
El ALCAIDE despoja a TORCUATO de sus
prisiones; los soldados, con bayoneta calada, le
rodean por todos lados, y la gente de justicia se
coloca parte a la frente y parte cerrando la comitiva.
El ESCRIBANO precede a todos. En
este orden irán saliendo con mucha pausa, y
entretanto sonará a lo lejos música militar lúgubre.
JUSTO se mantiene inmoble en un extremo
del teatro con toda la serenidad que
pueda aparentar, pero sin volver el rostro hacia
el interior de la escena.
TORCUATO.- (Mientras le quitan las prisiones.)
Querido padre, yo os recomiendo la
inocente Laura; sustituidla en lugar de este hijo,
que vais a perder.
JUSTO.- Hijo mío, ella será mi único consuelo
en las angustias que me aguardan.
T ORCUATO.- (Empezando a salir.) ¡Padre!
Adiós, querido padre. (JUSTO no le puede
responder por el exceso de su dolor; se arroja
en una silla, luego se reclina sobre la mesa, cubriendo
su rostro con las manos, y entretanto
acaba de salir todo el acompañamiento.)
JUSTO.- (Levantando las manos al cielo.)
¡Este don Anselmo...!
T O RCUATO.- (Fuera de la escena.)
¡Adiós, querido padre! (JUSTO, al oírle, se
vuelve a cubrir el rostro, y reclinado como antes,
guarda silencio por un rato.)
Escena IV
JUSTO, con voz interrumpida.
J USTO.- ¡Hijo infeliz...! Yo soy quien te
priva de la inocente vida... Lo que hice por salvarle
ha sido tan poco... ¡Qué idea tan horrible...!
Pero no hay remedio... Bien presto la fúnebre
campana me avisará de su muerte... (Levantándose
asustado.) Ya parece que suena en
mis oídos. ¡Santo Dios! (Paseándose por la escena
con suma inquietud.) No hallo sosiego en
parte alguna. ¡Hijo desdichado! ¿Es posible...?
¿Conque tu inocencia, tus virtudes, los ruegos
de un amigo, los tiernos suspiros de una esposa,
las lágrimas de un padre y el sentimiento
universal de la naturaleza, nada pudo librarte
de la muerte; de una muerte tan acerba y tan
ignominiosa...? ¡Buen Dios! ¿Por qué no le socorres...
(Asustado.) ¿Pero qué ruido se oye? ¿Si
estará ya expirando?
Escena V
SIMÓN, LAURA, JUSTO.
LAURA entra en la escena corriendo, desgreñada
y llorosa, y su padre deteniéndola.
SIMÓN.- (Desde el fondo.) Señor, señor;
no puedo detenerla. Un solo instante que nos
descuidamos...
L AURA.- (Mirando a todas partes.) No,
no; todos me engañan. ¡Crueles! ¿Por qué me
quitáis a mi esposo? ¿Dónde está? ¡Qué!, ¿no
parece? ¿Se le han llevado ya? ¡Verdugos!
¡Crueles verdugos de mi inocente esposo! ¿Estaréis
ya contentos...? No, él no ha muerto aún,
pues yo respiro. Dejadme, dejadme que vaya a
acompañarle; que la sangrienta espada corte a
un mismo tiempo nuestros cuellos... ¡Querido
esposo! ¡Ah! Tú lucharás también con tus verdugos
por venir a unirte con tu Laura. ¿Por qué
no quieren que expiremos juntos?
JUSTO.- (Procurando templar a LAURA.)
¡Hija...!
LAURA.- (Mirándole con horror.) Yo no
soy vuestra hija, ¡cruel!, yo no soy vuestra hija.
Vos me habéis quitado mi esposo; sí, vos me le
habéis quitado. Y no os disculpéis con las leyes,
con esas leyes bárbaras y crueles, que sólo tienen
fuerza contra los desvalidos.
JUSTO.- ¡Qué alma podrá resistir a tantas
aflicciones! (Se oye a lo lejos una confusa gritería,
y casi al mismo tiempo el toque de la campana
que se acostumbra en semejantes casos.)
Pero, ¡qué oigo! ¡Qué rumor...! ¡Oh, santo Dios!
Recibe su espíritu. (Se vuelve a arrojar en la
silla, tomando la misma situación en que antes
estuvo. LAURA corre como furiosa; su padre
manifiesta también mucho dolor, y la sigue sin
hablar.)
LAURA.- ¡Qué! ¿Ya expiró? No, no puede
ser... Mi esposo... ¡Oh, triste; oh, desdichado
esposo...! Tu sangre corre ya derramada... ¡Ah!,
voy a detenerla. (Hace un esfuerzo por salir de
la escena, y cae al suelo, oprimida del dolor.)
S IMÓN.- ¡Hija mía! ¡Hija de mi vida...!
¡Ah!, que no respira. (Aquí se hace una larga
pausa, y durante ella continúa el sonido de la
campana.)
JU STO.- Este melancólico silencio llena
mi alma de luto y de pavor. ¡Eterno Dios! ¡Tú
has recibido ya su espíritu en la morada de los
justos!
SIMÓN.- Hija mía... ¡Oh, padre desdichado!
LAURA.- (Volviendo en sí.) Conque, ¿ya
no hay remedio? Conque, el golpe fatal... No,
yo no puedo vivir. ¡Querido esposo! ¡Ah, bárbaros!
¡Ah, crueles verdugos!
JUSTO.- Buen Dios, pues nos envías esta
tribulación, conforta nuestras almas para sufrirla.
SIMÓN.- ¡Hija mía! ¡Querida Laura...!
LAURA.- (Levantándose con furor.) ¿Y el
justo cielo no vengará la sangre del inocente?
¡Oh, Dios! Atiende a mi ruego, y haz que perezcan
los verdugos que le han asesinado; que la
triste sombra de mi inocente esposo llene sus
corazones de susto y de zozobra; que los gritos,
los atroces lamentos de su viuda infeliz, resuenen
siempre en sus almas impías, que sean
eterno objeto de tu terrible cólera. (Vuelve a
caer en los brazos de su padre, como antes.)
SIMÓN.- ¡Hija...! El dolor la tiene sin sentido.
¡Hija mía...!
J U STO.- ¡Ah! ¡Su dolor es muy justo!
¡Desventurada...! Pero ¿qué nuevo rumor?
¿Qué habrá sucedido...?
Escena VI
Los dichos.
(El ALCAIDE, el ESCRIBANO, EUGENIA y
algunos otros domésticos salen apresurados a
la escena, diciendo todos a una voz:)
¡Albricias, albricias!
SIMÓN.- Pues ¿qué? ¿Qué hay?
E SCRIBANO.- ¡Albricias! ¡El Rey le ha
perdonado!
JUSTO y SIMÓN.- ¡Oh, Dios!
L AURA.- (Corriendo hacia el ESCRIBANO.)
¿Pues qué? ¿Vive? ¿Vive todavía? Amigo...
E SCRIBANO (Fatigado.) Si el señor don
Anselmo tarda un instante más, todo se ha perdido;
pero el cielo le trajo a tan buen tiempo...
Sí, señores; vive aún, y está perdonado; este es
su indulto. (Entrega un pliego a JUSTO.)
LAURA.- ¿Y dónde está? Vamos a verle.
(SIMÓN la detiene.)
JUSTO.- (Abriendo el pliego, besa la real
firma, la pone sobre la cabeza, y se retira a leer,
diciendo): Al fin, ¡buen Dios!, los clamores de
un padre desdichado no han sido vanos en tu
adorable presencia.
S IMÓN.- (Al ESCRIBANO.) Pues vaya,
hombre; cuéntenos lo que ha pasado, y sáquenos
de dudas.
ESCRIBANO.- (Mientras lee JUSTO.) Yo
no sé si podré, porque estoy tan alterado, tan
gozoso... Ya todo estaba pronto, y el reo había
subido a lo alto del cadalso; toda la ciudad se
hallaba en la gran plaza de este alcázar, ansiosa
de ver el triste espectáculo; el susto y la curiosidad
tenían al pueblo en profundo silencio, y
sólo se oía el funesto pregón de la sentencia y
las voces de los religiosos que auxiliaban. Entretanto
conservaba Torcuato en su semblante
la compostura y gravedad de su natural, y los
ojos de todo el concurso estaban clavados en él,
cuando el verdugo le advirtió que había llegado
su hora. Entonces, sereno y mesurado, se
acomoda la lúgubre vestidura, tiende su vista
por toda la plaza, la fija por un rato en este alcázar,
y lanzando un profundo suspiro, se dispone
para la sangrienta ejecución. Todos guardaban
un melancólico silencio, y ya el verdugo
iba a descargar el fatal golpe, cuando una voz
que clamaba a lo lejos: «¡Perdón, perdón!» detuvo
el impulso de su brazo. A esta voz siguió
una grande y confusa gritería del pueblo, cuyo
rumor engañó al que tenía a su cargo la campana;
de suerte que el fúnebre sonido de ésta y
las alegres voces del indulto y del perdón resonaron
a un tiempo en todos los oídos. Ya a este
punto llegaba don Anselmo a caballo al sitio
del suplicio. El susto, el polvo y el sudor habían
desfigurado su semblante de forma que nadie
le conocía. Traía en su mano la real cédula de
indulto, que me entregó al instante (JUSTO
acaba de leer, y se acerca a oír al ESCRIBANO),
y dándome orden de que viniese a presentarla,
se apeó, subió al cadalso, y allí queda, dando
tiernos abrazos a su amigo y bañando su rostro
en lágrimas de gozo.
JUSTO.- ¡Ay, amigo!, corred; no os detengáis
un punto, poned a mi hijo en libertad, y
que venga al instante a nuestra vista. (El ESCRIBANO
se va con precipitación.) ¡Oh, buen
Dios! Mi corazón desfallece de contento. Sí,
querida Laura; él es mi hijo, y tú lo eres también...
Ven a mis brazos, y ayúdame a dar gracias
a la Providencia por este inefable beneficio.
LAURA.- (Corriendo a abrazarle.) ¿Qué,
señor? ¿Vos sois su padre?
S IMÓN.- ¿Su padre? ¿También tenemos
ésa?
JUSTO.- Sí, soy su padre, y sin embargo,
había decretado su muerte. ¡Ah! si el cielo no le
hubiese salvado, sólo el sepulcro pudiera terminar
mis tormentos. Sosiégate, querida hija, y
tranquiliza tu espíritu agitado. En mejor tiempo
te descubriré los designios de la Providencia
sobre el origen de tu esposo.
L AURA.- (Besando la mano a JUSTO.)
¡Querido padre! El cielo me le vuelve por vuestra
mano, y a su virtud y a la vuestra debo tan
gran ventura.
SIMÓN.- Señores, cuanto pasa parece una
novela; yo estoy aturdido, y apenas creo lo
mismo que estoy viendo... Querida Laura, ven
a los brazos de tu padre. (LAURA va a abrazar
a su padre; pero viendo a su esposo, corre a
encontrarle al fondo de la escena, donde se
abrazan estrechamente.)
Escena VII
ANSELMO, TORCUATO, FELIPE, los dichos.
(TORCUATO, desgreñado, pero sin las vestiduras
de reo, con semblante risueño, aunque
muy conmovido. ANSELMO, lleno de polvo y
en traje de posta.)
LAURA.- ¡Ah, querido esposo...!
T ORCUATO.- (Corriendo a abrazarla.)
¡Ah, Laura mía...!
J USTO.- (Abrazando a ANSELMO.) ¡Mi
bienhechor, mi amigo! ¿Con qué podremos
corresponder a tan sublime beneficio?
ANSELMO.- En él mismo, señor, está mi
recompensa. He tenido la dulce satisfacción de
salvar a mi amigo.
TORCUATO.- (A su padre, abrazándole.)
¡Querido padre!
JUSTO.- Ven a mis brazos, hijo mío; ven a
mis brazos... Tú serás el apoyo de mi vejez.
LAURA.- ¡Ah!, el gozo me tiene fuera de
mí... Querido don Anselmo, yo seré eternamente
esclava vuestra.
TORCUATO.- (A SIMÓN.) ¡Padre mío...!
SIMÓN.- (Abrazándole.) Buen susto nos
has dado, hijo; Dios te le perdone... Vaya, señores,
dejemos los abrazos para mejor tiempo, y
díganos don Anselmo cómo se ha hecho este
milagro.
ANSELMO.- Jamás sufrió mi alma tan terribles
angustias. Cuando llegué a la corte estaba
S. M. recogido, y mis gritos, mis clamores
fueron vanos, porque nadie se atrevió a interrumpir
su descanso. Yo no dormí en toda la
noche ni un instante, pero tampoco dejé sosegar
a nadie. El ministro, el sumiller, el mayordomo
mayor, el capitán de guardias, todos sufrieron
mis importunidades. En vano me decían
que mi solicitud era inasequible; porque yo no
los dejaba respirar. Al fin, por librarse de mí,
ofrecieron pedir a S. M. una audiencia, y con
esto los dejé por un rato; pero empleé el tiempo
que restaba hasta la hora señalada en prevenir
a los que debían extender la cédula, en caso de
ser el despacho favorable, con lo cual todos
estuvieron prontos y propicios. A las siete me
admitió el Soberano. Le expuse con brevedad y
con modestia cuanto había pasado en el desafío;
le pinté con colores muy vivos el genio provocativo
del marqués, el corazón blando y virtuoso
de Torcuato, el candor y la virtud de su
esposa, y sobre todo, la constancia y rectitud
del juez, diciendo que era su mismo padre. El
cielo sin duda animaba mis palabras, y disponía
el corazón del Monarca. ¡Ah, qué Monarca
tan piadoso! ¡Yo vi correr tiernas lágrimas de
sus augustos ojos! Después de haberme oído
con la mayor humanidad: «La suerte de ese
desdichado -me dijo- conmueve mi real ánimo,
y mucho más la de su buen padre. Anda, ya
está perdonado; pero no pueda jamás vivir en
Segovia ni entrar en mi corte». Al punto me
postré a sus pies y los inundé con abundoso
llanto. Salgo corriendo, acelero el despacho,
tomo el caballo, vuelo en el camino, y ¡oh,
Dios!, un instante más me hubiera privado del
mejor amigo.
T O RCUATO.- Querido amigo, vuelve
otra vez a mis brazos; tú has sido mi libertador.
¡Cuántos y cuán dulces vínculos unirán desde
hoy nuestras almas!
JUSTO.- Hijos míos, empecemos a corresponder
a los beneficios del Rey obedeciéndole.
Vamos a tratar de vuestro destino, y demos
gracias a la inefable Providencia, que nunca
abandona a los virtuosos ni se olvida de los
inocentes oprimidos.
____________________
«¡Dichoso yo, si he logrado inspirar aquel dulce
horror con que responden las almas sensibles
al que defiende los derechos de la humanidad!»
(Beccaria, Delitos y penas.)
FIN
Compartir en redes sociales
Esta página ha sido visitada 224 veces.